Por Arturo Pérez-Reverte |
Comí hace unos días con Raúl del Pozo, amigo y viejo camarada de aquel lugar legendario que fue Pueblo en los años 70; y como de costumbre, acabamos hablando del periódico, recordando lances y peripecias de esa redacción bohemia, irrepetible, donde se daban cita los mejores periodistas de España, los más brillantes y con menos escrúpulos que conocí en mi vida, capaces de sobornar, robar, mentir y vender a su madre a cambio de un gran reportaje, una exclusiva o una firma en primera página.
Allí me hice y allí nos hicimos muchos: Raúl, Julia Navarro, Tico Medina, José María García, Hermida y muchos otros. Siempre que Raúl y yo nos juntamos, sale Pueblo a relucir, y también la eterna discusión sobre si la novela surrealista, cómica, disparatada, que por fin narre aquel lugar increíble debe hacerla él o debo hacerla yo; con lo que al cabo, y como siempre, la novela se queda sin escribir, pero pasamos un buen rato removiendo recuerdos fascinantes y maravillosas nostalgias. Algunos de los cuales, por cierto, figuran en el estupendo libro No le des más whisky a la perrita, escrito por Jesús Úbeda y Julio Valdeón sobre la vida asombrosa del querido Raúl.Esta vez hablamos de asesinos. No de fuera, que también conocimos a unos cuantos, sino de dentro. Del periódico mismo. Como digo, Pueblo era un patio de Monipodio que bullía de vida y personajes extravagantes; y algunos habrían dejado pálida la más atrevida película de José Luis Cuerda. Teníamos de todo: chicas guapas, chicas listas, chicas que a la vez eran listas y guapas, sabios, estafadores, putas, pistoleros, genios, lesbianas, poetas, taurinos corruptos y sin corromper, homosexuales, filósofos, golfos, tahúres, proxenetas, borrachos, delincuentes habituales e incluso a dos asesinos. Y no es una metáfora. Hablo de un par de fulanos que se habían cargado a gente y se habían comido los correspondientes años de cárcel. Esto se explica porque Pueblo era una legión extranjera donde cualquiera con talento era bien venido; y también porque nuestro compañero Julio Camarero había pasado una temporada de talego tras un consejo de guerra de los de entonces, y al salir trajo a un par de amigos hechos dentro. Selectos. Lo mejor de cada casa.
Los recuerdo como si los viera. A los asesinos, digo. Uno, al que llamaré Alberto, era un chico de buena familia muy pulcro y educado, siempre bien vestido, de los más amables que conocí nunca, que había estado traficando con armas para la OAS francesa y que, delatado a la policía por su novia, se lo agradeció con catorce puñaladas y tirándola por un barranco en un coche incendiado: una mala noche la tiene cualquiera. Lo habían condenado a muerte; pero al ser hijo de un alto cargo franquista la condena quedó en treinta años, y a los ocho o diez se benefició de un indulto. Tenía un hablar dulce, fumaba caros cigarrillos ingleses y parecía incapaz de matar una mosca. Era muy culto, porque en la cárcel se había inflado a leer. Y cuando los compañeros, que éramos todos unos hijos de puta, le preguntábamos qué opinaba de Crimen y castigo, hacía un aro de humo con el cigarrillo y nos respondía con mucha calma: «Contexto, chicos. A Dostoievsky le faltaba contexto».
El otro asesino, al que llamaré Pepe, era un tipo maravilloso: feo, tartamudo, con el pelo cano y rizado y un bigote de traidor de película muda. En los doce años que estuvimos juntos en la redacción nunca supe qué hacía allí, pues nunca firmó ni una necrológica. Pero era un narrador cojonudo tomando copas en el bar de enfrente. Y además, sin complejos. «Cuéntanos cómo te cargaste a tu mujer y a tu hermano», le pedíamos cuando íbamos de alcohol hasta la línea de Plimsoll. Y él, complaciente, muy serio, nos contaba. Su hermano era paralítico y vivía en su casa; pero un día, al llegar, lo encontró en la silla de ruedas con los pantalones por las rodillas y la cuñada sentada encima. Como su mujer sí podía andar, Pepe la llevó de la mano hasta la ventana y la tiró desde el cuarto piso. Chof, hizo al llegar abajo. Luego se situó detrás de la silla del hermano, como cuando los domingos lo paseaba por el Retiro, y lo condujo despacio hasta la puerta de la calle. «Te lo puedo explicar todo», decía el hermano. «No hace falta, está clarísimo», respondía él. «Pero déjame que te lo explique, hombre», insistía el hermano. «Que no, tranquilo. Te digo que no hace falta, de verdad», replicaba él. Llegados al rellano, el hermano seguía argumentando: «Es un malentendido, Pepe. Que soy paralítico, coño». Y Pepe, asintiendo amable, fraternal, lo dejó caer por las escaleras: veinticuatro peldaños con silla y todo. Le salió a un año por peldaño, con el atenuante de arrebato pasional, y luego se vino a Pueblo. Eran otros tiempos, claro. Y otros periódicos.
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