Por Rogelio Alaniz
Un político opositor reclama al gobierno que abra las escuelas y el ministro de Educación de ese gobierno lo acusa de cínico. Tiempos bizarros los que los dioses nos han asignado para vivir, tiempos en los que el reclamo de iniciar las clases le vale al osado ser imputado de amoral y desvergonzado, imputación que no proviene, por ejemplo, del Pata Medina, del jefe de la barra brava de Boca o de River, sino del ministro cuya tarea, cuya razón funcional decisiva debería ser la de asegurar la educación.
Si reclamar que se abran las escuelas, habilita la imputación de cínico, ¿qué decir de los funcionarios estatales que no solo se oponen a abrir las escuelas, sino que además se enojan contra quiénes se atreven a proponer semejante disparate?
Ahora bien, ¿está en condiciones el ministro o el gobierno que representa para abrir las escuelas? Pregunta incómoda, porque inmediatamente habilita la siguiente pregunta: ¿Quién decide: el ministro o los sindicatos? Todo predispone a suponer que los que deciden son los sindicatos y el gobierno no es más que un ruidoso furgón de cola de los Baradel de turno.
Ahora bien: ¿Piensan distinto los funcionarios del gobierno? No tengo respuestas para esta pregunta. A veces creo que piensan exactamente lo mismo; a veces observo disidencias, pero secundarias, diferencias en los detalles, diferencias sostenidas en el acuerdo básico principal: en la Argentina no se puede ni se debe dar clases, objetivo cumplido a lo largo de 2020 y que, a juzgar por el empaque y la retórica, están dispuestos a lograr una hazaña parecida para el 2021. Juan Manuel de Rosas y los muchachos de la Mazorca no se hubieran animado a tanto. En realidad, para no irnos tan lejos, en el mundo conocido nadie se anima a sostener con tanta audacia un objetivo semejante.
En honor a la verdad, admitamos algunos matices o algunas consideraciones. Es verdad que los villanos de este culebrón criollo son los sindicalistas, pero con la mano en el corazón debemos admitir que, si los maestros realmente se hicieran cargo de sus responsabilidades sociales, los Baradel de turno no dispondrían del margen ni del consenso que disponen.
Y convengamos también que, si los padres exigieran con más convicción que las clases se reinicien, la situación de los enemigos del retorno a la escuela sería algo más incómoda. En todos los casos, lo que no se puede soslayar es la responsabilidad de un gobierno que no hace nada y me temo que seguirá sin hacer nada para que se abran las escuelas y colegios.
Los riesgos laborales de los maestros en el contexto de la pandemia no son muy diferentes a los riesgos de cualquier trabajador. La diferencia es que unos trabajan y los otros no. La diferencia es que, con todo respeto, no es lo mismo facturar en una caja del supermercado que enseñar a los chicos. No es retórica liviana decir que el daño que se le está haciendo al sistema educativo, el daño que se la hace a los niños y a los estudiantes demorará años en repararse.
El daño cometido contra los sectores de menores recursos es a esta altura de los acontecimientos, irreversible. La clase media y las clases altas de alguna manera atenúan estos rigores, pero los pobres, en un país con la mitad de la población en ese estado, no tienen defensas. ¿O es necesario recordarles a funcionarios y sindicalistas que cuando se legisló a favor de la educación pública, gratuita y obligatoria, se pensó en todos, pero en primer lugar en los sectores de menos recursos, porque (¿es necesario explicarlo?) su exclusiva posibilidad para salir de la pobreza o la miseria, la única chance para construir una sociedad más igualitaria, era y es a través de la educación?
La respuesta empecinada a estos interrogantes es continuar con las escuelas cerradas. La excusa operativa para justificar tremendo acto de barbarie es el dictado de clases no presencial. A mí me consta de los esfuerzos individuales de muchos maestros para estar a la altura de sus responsabilidades. Pues bien, no alcanza. Lo siento mucho, pero no alcanza.
No es un problema de compromiso individual, es un problema estructural: la decisión de las autoridades y sindicalistas de no dar clases, de mantener cerradas las escuelas. Y, digan lo que digan, las clases por Zoom no reemplazan ni por cerca las clases presenciales. Cientos de libros se escribieron teorizando acerca de la relación maestro-alumno. He aquí un caso de literatura pedagógica escrita para la nada. A la escuela se va a adquirir conocimientos que hoy se brindan de manera incompleta y deficiente.
Pero también en la escuela se ejerce la sociabilidad en un irreemplazable espacio público. Esa sociabilidad se ha quebrado. Y con ella se está quebrando un hábito decisivo para sostener desde fines del siglo XIX el sistema educativo más meritorio de su tiempo: el hábito de ir a la escuela; o el hábito de los padres de mandar a los hijos a la escuela, hábito que costó mucho internalizar pero que finalmente se logró. Pues bien, ese hábito se está quebrando. Y se quiebra desde abajo, desde los más pobres, los más desheredados.
A riesgo de ser imputado de cínico, algunas preguntas me animo a hacer. ¿Por qué las enfermeras y el personal sanitario pueden abrir los hospitales, pero los maestros no pueden dar clases? ¿Por qué las empleadas de los supermercados pueden trabajar en las cajas atendiendo a cientos y miles de personas por día y un maestro no puede dar clases en un aula de 25 alumnos?
¿En qué momento el actual gobierno peronista decidió que la educación no es un bien esencial? Y ya que estamos con espíritu animoso, una pregunta de tipo histórica:
¿Por qué los maestros de Hiroshima a las pocas semanas de arrojada la bomba atómica que mató en pocos minutos a miles y miles de personas y destruyó el noventa por ciento de los edificios, comenzaron a dar clases al aire libre, sin que ese ejemplo a los sindicalistas docentes les provoque la más mínima contradicción existencial?
¿Cómo se explica todo esto? ¿Cómo es posible que se atente contra la educación de una manera tan alevosa? Puede haber muchas respuestas a este interrogante. La pandemia es una de esas posibles respuestas, pero sin subestimar estos efectos mi hipótesis es que la pandemia no hizo más que profundizar una tendencia perversa del sindicalismo docente, tendencia cuyos rasgos más distintivos fueron los paros salvajes y la indiferencia más absoluta al daño que con esos procedimientos se le hacía al sistema educativo.
Los gremios por su lado dedicados a competir entre ellos para dilucidar quién es más combativo, combatividad que siempre se midió por la capacidad de uno u otro de declarar paros más prolongados. El docente responsable devino en docente combativo. La calidad profesional ya no se medía por el saber y la capacidad para transmitir conocimientos sino por la disposición a salir con un bombo y una bandera a la calle en sedicentes planes de lucha donde los únicos derrotados eran los niños.
A lo largo del tiempo se arribó a la melancólica conclusión de que se puede parar y se puede no dar clases porque todo da lo mismo. La pandemia no hizo más que profundizar esta tendencia. Ya no se para por una semana o especulando con que el paro se acople con algún fin de semana largo. Ahora lisa y llanamente se para todo el año. Y la única responsabilidad de los gremios es reclamar paritarias. Esta tendencia se ha transformado en un sistema cuyo fundamento es el más absoluto cinismo e indiferencia. Las escuelas están cerradas, los chicos sin clases, los maestros cobran y a fin de año se decide que todos pasen de grado. Y todos contentos. Nada se ha perdido salvo la educación.
© El Litoral
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