Por Marcos Novaro |
El mundo entero presenció conmovido y alarmado las escenas de violencia en el edificio del Congreso norteamericano, una de las instituciones más relevantes para la democracia mundial. ¿Cómo había podido caer tan bajo lo que muchos consideraban hasta ese momento tan sólido y confiable, y algunos, dentro y fuera de ese país, un faro que guía los deseos de progreso colectivo, libertad y convivencia pacífica en el entero planeta?
El ex presidente Bush habló de “república bananera” y tiranos del pelaje de Maduro aprovecharon para dar lecciones de moral y respeto al prójimo. En muchos foros locales se escuchó batir el parche del difundido desprecio por la política norteamericana y por lo que ella tiene para enseñar y ofrecer: por un lado, se le exigió “estar a la altura de su historia”, y “refundar su pacto social interno”, y por otro, al mismo tiempo y por parte a veces de las mismas personas, se concluyó que estos sucesos revelaban finalmente su verdadera condición, imperial y patotera, detrás del “cartón pintado del rule of law”, y que “los problemas del mundo contemporáneos no tienen que ver con China” ni con otras autocracias en auge, sino que nacen del corazón del viejo sistema capitalista y de las viejas democracias en decadencia.
Y bueno. Nadie dijo que iba a ser fácil sacarse de encima a un populista radicalizado y desalmado como Donald Trump. Pero la democracia norteamericana lo está haciendo. Con costos importantes, no cabe duda, pero tal vez no tan altos como podrían haber sido, y no demasiado tarde. Finalmente se comprueba eso que siempre se dice de las democracias: no impiden los malos gobiernos, ni siquiera los muy malos, pero ofrecen mecanismos para que sus daños no sean irreversibles.
Como sea, el asalto al Capitolio puso en carne viva los aspectos más complejos de esta cuestión, la que refiere a los daños y el protagonismo de mediano y largo plazo del trumpismo: ¿no se volverá un fenómeno persistente pese a su circunstancial caída electoral, que además tal vez logre persistentemente deslegitimar para una parte importante de la opinión pública?, ¿no logrará convertirse en un actor de veto frente a Biden, un factor de desestabilización permanente para la política norteamericana, y a través suyo, para la de todo el mundo?
En mi opinión, después de los sucesos del miércoles pasado hay menos y no más chances de que así sea. Trump y su gente en el partido republicano tiraron demasiado de la cuerda y dejaron a la vista su verdadero rostro.
¿Qué quisieron hacer concretamente? Usar su mayoría circunstancial en el Senado para impedir la emergencia de una nueva mayoría electoral, abusar de su poder legislativo, quemándolo, destruyendo su misma naturaleza como órgano de la Constitución; salvando las distancias, destruir la democracia desde adentro como se hizo en Berlín en febrero de 1933, cuando los alemanes presenciaron en la quema de su parlamento, el Reichstag, el inicio a la vez brutal y velado del infierno.
Pero ahora que el juego quedó a la luz, y no dio el resultado esperado, el resto de su partido tiene no solo la ocasión y los argumentos, sino la vital necesidad de alejarse de ellos, marginándolos o rompiendo la unidad partidaria, algo que no hicieron cuando debían, varios años atrás. Y si esa división se reproduce en la base republicana, cosa que pareciera estar sucediendo ya en estos momentos, las posibilidades de que Biden sea bloqueado por una oposición salvaje disminuyen, y crecen las de que la influencia de los extremistas en el sistema político norteamericano decline.
Más o menos los pasos que se tienen que cumplir para que un populismo radicalizado se desactive. Como nosotros en estos pagos sabemos bien, algo difícil de conseguir; más difícil que derrotar al monstruo una que otra vez en las urnas.
Hay de todos modos datos preocupantes. Según una encuesta publicada por The Economist, cerca de la mitad de los votantes trumpistas apoyan la irrupción de la turba en el Capitolio. No está muy claro qué significa ese aval, pero confirma que una parte de la sociedad, muy enojada y desconfiada de las instituciones, da sustento al extremismo, que no es solo asunto de cuatro loquitos con banderas y cuernos.
Aunque tal vez lo más importante es lo que ha venido sucediendo en la otra mitad de ese electorado. Su actitud ayuda a entender la caída republicana en Georgia, que le da un inesperado control del Senado a los demócratas de aquí en más. Y en parte esa misma corriente de opinión está llevando a que gobernadores republicanos se revelen contra Trump y desconozcan por primera vez su liderazgo, nacional y partidario.
Claro, todavía el pronto ex presidente tiene muchos cartuchos para gastar. Todavía puede apostar a dificultades económicas que desprestigien a los moderados de ambos partidos. Y puede encontrar, por decir así, sus Albertos Fernández, quienes lo ayuden a reunir a la oposición en torno del proyecto de volver al poder para “intentarlo de nuevo y hacerlo mejor”.
Pero lo que sucedió en estos días fue como si las cámaras de televisión lo hubieran sorprendido poniendo piedras en las manos de sus manifestantes para que sepultaran con ellas la legitimidad y bloquearan el funcionamiento del poder legislativo porque dejaba de controlarlo. Como si se hubiera descorrido el velo de su eficaz dispositivo comunicacional en el momento justo en que movía los hilos de su poder para bombardear el sistema mientras se presentaba como su víctima. Eso que tan bien han hecho, una y otra vez, los chavistas en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua, los Kirchner entre nosotros, para poner solo algunos ejemplos.
Será porque las instituciones de EEUU fueron más sólidas que las de estas otras democracias, o porque la sociedad norteamericana es más celosa de sus tradiciones liberales y procedimentalistas, porque a Trump y su gente les faltó imaginación y picardía peronista, o porque al menos una parte de los miembros de su partido se negó a plegarse a las tácticas fascistas con más determinación de lo que lo han hecho en general sus pares latinoamericanos contemporáneos, o por una combinación de todo eso, lo cierto es que el calor de masas con que Trump pretendió acompañar su último esfuerzo por evitar la salida del poder, o al menos disfrazarla de un “ataque contra el pueblo”, le salió al revés. Puso en evidencia que él y su gente están más en condiciones de organizar pésimas y luctuosas fiestas de disfraces que golpes institucionales. Los mostró tal cual son, a los ojos del mundo. Así que hay que agradecérselo.
Trump no tendrá el final que buscaba, en ninguna de sus variantes, por más que insista con sus caprichos y ahora se niegue a asistir al traspaso del mando. Lo que alentó a Alberto y a su infinita sabiduría a llevar al ridículo las muestras de simpatía por Biden. En un esfuerzo tal vez estéril porque no le recuerden lo mucho que su grupo y en particular su jefa se parecen a su predecesor ahora en desgracia. Disimular es algo que nuestros populistas radicalizados sí hacen, reconozcamos, mucho mejor que los trumpistas.
© TN
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