Por James Neilson |
Que Cristina haya hecho de su propia libertad y la de sus hijos un tema prioritario al que hay que subordinar absolutamente todo lo demás puede entenderse. En cambio, lo que es apenas comprensible es que haya logrado que buena parte de la política del país gire en torno de sus problemas personales con la Justicia en una etapa en que un virus asesino amenaza con rematar una economía ya agónica y, con ella, el futuro de muchos millones de familias. Para Cristina, la emergencia sanitaria y socioeconómica carece de importancia en comparación con la que ella misma enfrenta en los tribunales.
En otros países, los gobernantes hacen cuanto pueden para convencer al resto del mundo de que puede confiar en la Justicia local. Aquí, son heterodoxos; creen que la imparcialidad es reaccionaria porque significaría negarse a discriminar entre compañerxs buenxs como Amado Boudou y odiadores malísimos. Aunque parece suicida proponer dinamitar el sistema judicial existente para que lo reemplace otro a la medida de individuos que, a juzgar por las toneladas de evidencia que se han acumulado, son sumamente corruptos, tal detalle no inquieta al presidente Alberto Fernández, que comenzó el año afirmando que “En la Justicia debemos meter mano”, como si se tratara de una alternativa que hasta entonces no se le hubiera ocurrido.
Si bien a esta altura pocos toman en serio las declaraciones de un hombre que se contradice con frecuencia desconcertante, no puede sino ocasionar preocupación su presunta voluntad de prestarse a una yihad contra lo que todavía queda de la independencia judicial. Aunque el presidente jura querer que la Argentina se asemeje más a las democracias escandinavas, habla como si los países que realmente admira fueran la Rusia de Vladimir Putin y la Turquía de Recep Erdogan en que la Justicia está al servicio de un régimen autocrático y, desde luego, corrupto.
Los simpatizantes de Alberto dirán que está obligado a complacer a su jefa política haciéndole pensar que, a pesar de todos sus esfuerzos ingentes, no ha podido intimidar lo suficiente a los miembros de la Corte Suprema y otros jueces que, por motivos es de suponer perversos, rehúsan ver el mundo a través de un prisma político kirchnerista. Se trataría, pues, de su forma de explicarle que no es su culpa que las causas en su contra sigan avanzando, con lentitud pero inexorablemente, por las vías habituales.
La aparente incapacidad de Alberto para encontrar lo que Boudou llama una “solución política” a los problemas judiciales de quien lo hizo presidente molesta sobremanera a los kirchneristas más duros. Tienen sus motivos: Cristina teme que a menos que las causas que la involucran sean frenadas muy pronto, tarde o temprano dará con los huesos en la cárcel. Puede que en verdad Luis D’Elía, Hebe de Bonafini, Milagro Sala y los demás no crean que algo tan terrible podría suceder en los meses próximos, pero el mero hecho de que hayan aludido a dicha eventualidad nos dice mucho sobre el estado de ánimo que impera en facciones kirchneristas determinadas.
Tales personajes no son los únicos que entienden que el drama shakesperiano -para algunos, un remake menos truculento de Macbeth-, en que el país está entrampado, podría tener un desenlace distinto al deseado por Cristina y sus fieles. Son cada vez más los conscientes de que la disyuntiva es muy sencilla; si ganan los partidarios de la corrupción institucionalizada, su porvenir se asemejará al lúgubre presente venezolano; de imponerse los defensores de la legalidad, Cristina enfrentará una condena mucho más larga que la que le tocó a Boudou.
Mientras tanto, el gobierno formalmente dirigido por Alberto sigue tomando en cuenta las órdenes a menudo crípticas que emanan de quienes se comportan como si representaran el poder auténtico. A veces brinda la impresión de desoírlas, acaso porque le parecen delirantes. Es que por razones que son netamente electoralistas, los kirchneristas están presionando para que la política económica sea mucho más populista de lo que ya es; quieren que Martín Guzmán abandone el ajuste subrepticio, con tarifazos por venir, jubilaciones más magras y así por el estilo, que está intentando aplicar para que los votantes, debidamente agradecidos, apoyen a sus benefactores en los comicios parlamentarios que, siempre y cuando no suceda nada raro, tendrán lugar en octubre. Sin embargo, si el nuevo espasmo despilfarrador que los kirchneristas más entusiastas tienen en mente desata un aumento súbito del costo de vida, el intento de estimular así el consumo podría serles políticamente contraproducente, lo que, desde el punto de vista de Cristina, sería calamitoso.
Para mantener a raya a quienes la tienen en la mira, la señora tiene que conservar el ascendiente que ejerce sobre amplios sectores de la población, en especial sobre aquellos que viven en los lugares más deprimidos del conurbano bonaerense; si por algún motivo optaran por abandonarla, su poder se esfumaría muy pronto. ¿Podría pulverizarlo un ajuste? Es posible; será por tal razón que está preparándose para el rol de la jefa de la resistencia a la tiranía neoliberal que a su juicio está procurando instalar el Fondo Monetario Internacional.
También podría suceder que su imagen se deslustre de repente a causa de su falta de empatía con las víctimas de la pandemia o de manifestaciones de la rapacidad al parecer incontrolable que la caracteriza y que la hizo pedir, y obtener, dos jubilaciones de privilegio, más intereses retroactivos y exención de pagar Ganancias, todo lo cual le supondrá un botín de casi 100 millones de pesos. Se trata de un logro que el Defensor de la Tercera Edad, Eugenio Semino, no vaciló en calificar de “una pornografía del poder”.
Muchos coincidirán con Semino, pero parecería que los más pobres no comparten la indignación que suelen sentir integrantes de la alicaída clase media nacional al enterarse de los abusos más recientes perpetrados por miembros de una corporación política que se niega a permitir que sus propios ingresos sean afectados por la interminable crisis en que, gracias a los errores de comisión u omisión que ellos mismos han cometido a través de los años, el país está empantanado. Antes bien, los muchos que viven por debajo de la línea de pobreza tienden a aferrarse a la noción de que políticos peronistas y afines merecen todos los privilegios económicos que se han adjudicado porque, como los que cumplen funciones en el gobierno insisten en recordarnos, están haciendo un esfuerzo denodado por ayudar a los que menos tienen.
Quienes hablan así de la generosidad del Estado insinúan que todo el dinero que reparten procede de sus bolsillos personales, no de aquellos de los contribuyentes, o sea, de la parte activa de la sociedad. Sea como fuere, cuando es cuestión de disfrutar de privilegios que la clase política en su conjunto está resuelta a defender, Cristina tendrá la solidaridad de aquellos opositores que no querrán correr el riesgo de compartir el destino que les espera a la mayoría de los ciudadanos comunes.
Según ciertas encuestas, hay señales de que en los meses últimos la popularidad de Cristina ha disminuido un poco, lo que ha encendido las luces de alarma en su entorno porque si cae algunos puntos más, para ubicarse por debajo del veinticinco por ciento del electorado, perderá el poder que tiene sobre muchos peronistas que no la quieren para nada, pero respetan su capacidad de generar millones de votos.
Demás está decir que, si los dioses que deciden estas cosas dejaran de sonreírle a Cristina, el panorama político del país experimentaría un cambio drástico. En principio, sería uno muy positivo, ya que es francamente absurdo que en un país que corre peligro de convertirse en un estado fallido siga siendo clave la influencia de una señora dispuesta a sacrificar casi todo si la ayuda a alejarse de la mano de la ley, pero también acarrearía ciertos riesgos. Son tan difíciles los problemas que los políticos tendrían que solucionar para que el país se mantenga a flote que no es sorprendente que muchos adversarios del gobierno peronista hayan preferido concentrarse en las vicisitudes de la lucha contra la Justicia de Cristina y los esperpentos que la rodean, hombres y mujeres que, de ser otras las circunstancias, sólo motivarán risas pero que, en las actuales, se las han arreglado para creerse los dueños del país.
Por depender el poder de Cristina de la adhesión de los habitantes más pobres y menos productivos del país, quiere que el gobierno de su delegado se limite a satisfacer las necesidades inmediatas de la base, pero por mucho que se esfuerce, los encargados de la economía no podrán continuar gastando más de lo disponible. Puesto que nadie en sus cabales pensaría en prestarles dinero, pronto no les quedará más alternativa que la de adoptar políticas más ahorrativas que las ensayadas últimamente. A inicios de su gestión, Alberto y los demás podían culpar a Mauricio Macri por todas las deficiencias de la maltrecha economía nacional. Es lo que hicieron, pero -como Macri cuatro años antes- no aprovecharon la oportunidad para tomar medidas encaminadas a restaurar un mínimo de orden, algo que, por miedo a Cristina, se abstendrán de hacer en los meses que nos separan de las próximas elecciones, ya que, desde el punto de vista de la señora, un período de caos sería mejor que uno signado por un grado insólito de disciplina fiscal.
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