Por Gustavo González |
Imagínense por un momento que Cristina no existiera.
Así comencé hace dos años, a las puertas de la campaña 2019, una columna en la que planteé la hipótesis de que si ella pateaba el tablero y se corría de la carrera presidencial, Cambiemos estaría en problemas. Sin ella, quienes competirían serían la gestión de Macri versus un candidato que, ya sin el elemento irritativo que ella representaba, podría unir a la oposición.
A veces las hipótesis sirven para aclarar la realidad, para separar lo que se puede cambiar de lo que será inevitable.
Ella es arma. Hace un año que el candidato que ella eligió llegó a la presidencia. Durante este tiempo, el fantasma de Cristina se convirtió en arma política. La oposición la usa para castigar a Alberto Fernández, mostrándolo como un títere. Y, dentro del Gobierno, unos la usan para justificar lo difícil que es gobernar con ella detrás y los propios cristinistas la usan para consolidar sus zonas de poder.
Ahora se podría volver a plantear aquella hipótesis: qué pasaría si Cristina no existiera, si dejara de tener la relevancia política que tiene. Plantear qué pasaría con macristas, radicales, albertistas, massistas y gobernadores peronistas si ella se corriera de la escena política, hoy no sería realista, pero ayuda a entender hasta dónde su existencia sigue siendo necesaria, incluso para quienes dicen no soportarla.
Cuanto mayor se perciba su influencia, su capacidad de daño, su talento estratégico y su poder de manipulación judicial, más razones habrá para justificar las críticas al Gobierno, las propias incapacidades del oficialismo o para infundir temores a todos.
Unos y otros fueron construyendo un relato que toma elementos de la realidad, pero que al extremarlo la simplifica y caricaturiza.
Así, Cristina fue convertida en el todo de la política argentina.
Ella es todo. La vacuna contra el covid es rusa porque ella tiene amigos rusos. El embajador en China fue echado porque ella quiso reemplazarlo por el tío de su nieta. Es ella quien le dice a Alberto qué hacer con la economía, los funcionarios y el FMI. Y es ella quien está detrás de la reforma judicial del oficialismo, de la quita de coparticipación a la Ciudad de Buenos Aires y de la inevitable transformación del país en Venezuela.
Creo que oficialistas y opositores la sobrestiman. En parte, porque se sienten menos que ella y, en parte, porque si ella no estuviera, ellos tendrían el gran problema de enfrentarse a lo que son y a lo que, de verdad, serían capaces de hacer.
Por eso eligieron transformarla en mito, eje de un relato épico, con cualidades superiores (para el bien o para el mal), un ser omnipresente que vigila, premia y castiga a funcionarios, jueces, medios, opositores, gobernadores y al propio presidente.
Desmitificar a Cristina expondría a todos a lo que son, pero también la expondría a ella.
Por ejemplo, sacarles su voz y su nombre a sus discursos colocaría sus ideas al nivel medio de los buenos políticos argentinos. No más, no menos. Hagan la prueba de leer su discurso en La Plata (el de “aquellos que tengan miedo que vayan a buscar otro laburo”), olvidando por un segundo quién habla: ¿hasta dónde llega la profundidad de sus pensamientos, de sus lecturas, el nivel de elaboración de su doctrina política?
Tampoco su último mandato ejecutivo la dejó a la altura de una estratega superior. En esos cuatro años el país creció poco más de 0% promedio por año y en 2015 el candidato que eligió para los comicios perdió contra un hombre sin partido de apellido Macri. Para competir en la provincia de Buenos Aires había elegido a uno de sus funcionarios con peor imagen, Aníbal Fernández, y el peronismo perdió contra una candidata desconocida, María Eugenia Vidal. Dos años después se colocó a ella misma al frente de la boleta de senadores bonaerense. También entonces perdió contra otro desconocido, Estaban Bullrich. En 2019 entendió que su alta imagen negativa la haría perder de nuevo y optó por secundar a AF. Más que una genialidad, fue un acto de supervivencia que cualquier editorialista le hubiera recomendado.
Ella, titiritera o títere. Hace un año que llegó a un gobierno que consideraba suyo, por el derecho de haber sido la electora de Alberto y por aportar el mayor caudal de votos para encumbrarlo. Pero en la intimidad y en público se queja por no sentir que sea su gobierno, sino el del que aportó el porcentaje menor.
Hay funcionarios que nunca quiso que siguieran en sus cargos y son reivindicados por el jefe de Estado. Hay proyectos de ley, como el de la reforma judicial, que no se ajustan a lo que pretende. Hay otros, como el del aborto, por los que no fue consultada sobre su oportunidad. Un año después de volver al poder, esperaba que sus causas judiciales estuvieran despejadas, pero el Presidente que eligió no supo o no pudo (o no quiso) hacer lo suficiente. El viernes, ese presidente volvió a afirmar que el mejor mandatario o mandataria de la historia no fue ella, sino su esposo.
Cristina tendría el derecho a preguntarse si cada vez que Alberto la elogia en público, en realidad no estará compensando los desplantes hacia ella. O a dudar si, finalmente, él sigue siendo el mismo que tanto la criticó por años y si no será que no fue ella la que lo eligió a él, sino al revés: él y los que él representaba (gobernadores, intendentes y peronistas no kirchneristas), quienes se aprovecharon de ella y de la cantidad de votos que les aportó para llegar al poder. Quién usa a quién –podría preguntarse ella–, quién es el titiritero y quién el títere.
En cualquier caso, las tensiones son naturales en el primer gobierno multiperonista de la historia, sin un líder hegemónico que represente a todos los sectores. Muchos pronostican que el experimento podría explotar pronto. No necesariamente.
Cristina y Alberto cuentan con una importante fuerza disuasoria mutua. Si se declarasen la guerra, ella podría complicarle el Congreso y hacerle estallar el Conurbano. Pero si hace eso, los funcionarios que le responden perderían sus puestos y sus cajas, y su futuro judicial sería aún más incierto. El escenario de caída de Alberto con asunción de Cristina es el de una explosión nuclear en la que todos podrían perder todo.
Como pasó entre las superpotencias durante la Guerra Fría, el poder atómico de cada una disuade a la otra de que a ninguna le conviene apretar el botón nuclear.
Ella es la Argentina. Los mitos sirven para tapar los agujeros de la realidad: cuantas más carencias tiene una sociedad más mitos necesita. Quizá desmitificar a Cristina tampoco le conviene a nadie.
Por lo pronto, su estelaridad está bien sustentada en su exitosa carrera política y en el protagonismo que le otorgó ser la esposa de Néstor Kirchner. Esa estelaridad habla de la inteligencia práctica de una mujer que entiende bien el espectáculo de la política, sin necesidad de un Duran Barba. Y también de su resiliencia y de su capacidad para transformar el odio (el que recibe y el que da) en pura acción política.
Pero, por sobre todo, su centralidad habla de las carencias argentinas. Cristina es como la sociedad necesita que sea.
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