Por Isabel Coixet |
Son las 9:35 de la mañana. Me echan con cara contrita del bar donde desayuno cada día. Ya ni siquiera necesito explicaciones. Alguien, ellos, quienesquiera que sean, han decidido que esto es lo que hay. A las 9:30 ya no puedes seguir sentado en la mesa de un bar. La camarera que cada día me llama ‘cariño’ me prepara un cortado, me pone al día de lo que se cuece en la calle. Y yo asiento y sonrío y me quedo siempre con ganas de contarle adónde me lleva el primer sorbo de café que me prepara nada más ver que salgo de casa.
No le digo que su cortado me lleva a una tarde lluviosa en Torino, esperando a alguien que no llegó nunca. Toda la tristeza de esa tarde se acumula en la espuma del café, en las vidrieras de un bar donde sonaba el parte diario del Giro d’Italia. Pero también la alegría de saber que yo estaba en el café equivocado a la hora equivocada, que ese alguien, después de todo, también me esperó. Todos los equívocos de esa era pre-Apple, precasitodo.
Esa épica época de mensajes en la recepción de los hoteles. De conserjes soñolientos que te entregan un sobre con el número de la habitación y un mensaje escrito a mano que augura mejores momentos. De deslumbrantes encuentros furtivos. Otros momentos, otros bares. Un bar de Barcelona en un primer piso, la alegría al subir esas escaleras, todas las ilusiones y los miedos de tener dieciocho años y no saber ni por dónde empezar. Bares de carretera donde camareros enfadados con el mundo sentencian presagios agoreros mientras suena Camela a todo trapo. Bares de sillas dispares donde parejas de emprendedores se dejan la piel. Y la pareja. Un bar de Park Slope, de camareros parsimoniosos donde los clientes se peleaban por el New York Times cada mañana y por el asiento junto a la ventana. Un bar donde fui casi feliz. Un bar donde únicamente servían café y huevos duros y chocolatinas. Y unas galletas de avena muy duras que sabían a arena. Pero daba igual porque ese café fue por un tiempo el centro de mi vida y en él se condensaban todas las cosas que me gustan: paredes oscuras con carteles medio despegados, luz cambiante, asientos que te permiten ser testigo de la vida ahí fuera.
Tampoco le cuento a mi camarera favorita que acabo de ver un documental argentino de unos veinte minutos en YouTube que se llama Bares de esquina en barrios perdidos, que me ha hecho sentir una nostalgia tremenda de bares que no he conocido en esquinas donde quiero estar ya. Como dice uno de los participantes en el documental, Enrique Symns, «los bares son el último pantano donde existe riesgo, la última oferta de la eternidad». Me alejo con mi vaso de cartón en la mano y todos los recuerdos de todas las mañanas y todas las tardes y las noches que he pasado en esos pantanos, esos lugares que ahora sólo son un anhelo, un deseo, quizás una esperanza.
© XLSemanal
0 comments :
Publicar un comentario