Por Carmen Posadas |
Esta semana, y con el permiso de ustedes, pienso colgarme una medallita. Decía Freud que los escritores son capaces de anticipar situaciones y hechos que, más adelante, la ciencia constata como ciertos. Yo no les llego ni a la altura del tobillo a los autores que él mencionaba en apoyo de su tesis, pero, ya saben, a veces hasta un burro es capaz de hacer sonar la flauta. Resulta que, cada vez que me preguntan cómo he logrado cumplir mis expectativas de convertirme en escritora y vivir de esto, contesto lo mismo: volando bajito.
A continuación explico que mi andadura se parece mucho a esa canción de Serrat que empieza diciendo: «Es menuda como un soplo y tiene el pelo marrón, le gusta volar bajito, como un gorrión». Esa soy yo. Jamás me he planteado metas ambiciosas y remotas como hace mucha gente, sino sencillas y fáciles de alcanzar. Cuando empecé a escribir, me dije: ojalá que alguien me lea; cuando empezaron a leerme, me dije: ojalá que alguien me publique; cuando me publicaron, pensé: ojalá que tenga alguna buena crítica. Así he ido por la vida, soñando sólo con lo posible, igual que ese gorrión de Serrat que prefería ir de balcón en balcón y dormir donde no llegan los gatos. Hasta ahora creía que mi miedo a las alturas y a las grandes empresas era un defecto, una cobardía. Sin embargo, hace unas semanas cayó en mis manos un estudio de uno de los neurocientíficos más respetados del momento. Andrew Huberman, profesor de Stanford; tiene apenas cuarenta y cinco años, pero ha hecho ya notables descubrimientos en el campo del desarrollo de la plasticidad del cerebro y la regeneración neuronal. Uno de sus estudios tiene que ver precisamente con la capacidad del ser humano de alcanzar aquello que se propone en cualquier terreno, ya sea el profesional, el personal o el de los deportes de élite. Su contribución se relaciona no con cómo lograr grandes metas, sino con el descubrimiento de que estas se vuelven más fáciles de alcanzar si uno se plantea pequeños hitos cercanos. «Lo primero que descubrimos –explica Huberman– es que el cerebro nos premia por hacer lo que este considera acertado. Esto es así porque todas las especies estamos programadas para la supervivencia». Huberman pone entonces el ejemplo de una cría de ciervo que se encuentra desasosegada, pero desconoce el motivo. La razón es que tiene sed, pero, al igual que ocurre con los bebés, ella no lo sabe. Su instinto la lleva a encontrar agua y, al beber, su cerebro la premia segregando dopamina, la hormona del bienestar. Por eso, la próxima vez que esa cría vea un lago, automáticamente irá hacia él, no porque sepa que beber es una necesidad primordial, sino porque le da placer. Siguiendo esta línea de deducción, Huberman y otros neurólogos descubrieron que esta capacidad del cerebro de ‘premiarnos’ con una descarga de dopamina cuando hacemos algo que nos beneficia se produce no solo cuando se coronan grandes e inalcanzables metas, sino también cuando el cerebro considera que estamos en la senda adecuada para alcanzarlas. Y es precisamente esa segregación de dopamina que se produce con los pequeños hitos la que nos estimula, nos impulsa y, además, nos da redobladas fuerzas para alcanzar otros más altos. Por eso, quien se traza metas demasiado ambiciosas y lejanas tiene muchas más posibilidades de no alcanzarlas que aquel que las traza cercanas. En el primer caso, coronar un hito produce placer y alienta a seguir adelante; en el segundo, si la meta es elevadísima, produce frustración.
Me ha encantado este estudio. Pero no porque corrobore mi pedestre y simplona tesis de que volar bajito es eficaz, sino porque pienso que cuanto más sepamos de nuestro cerebro, mejor comprenderemos ese indescifrable galimatías que somos los humanos y más partido lograremos sacar de nuestras habilidades. Se cuenta que, sobre el frontispicio del templo de Apolo en Delfos, quienes venían a consultar su famoso oráculo podían leer una frase que era la solución a todas sus consultas, por enrevesadas que fueran, y era esta: «Conócete a ti mismo». Dos mil quinientos años más tarde, la neurociencia acaba de descubrir que Apolo estaba en lo cierto.
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