Por Guillermo Piro |
La traducción es una actividad esclavizante, ya se sabe. El traductor es alguien que a su modo, que siempre es un poco improbable, renuncia a cosas todo el tiempo: sobre todo renuncia a la satisfacción que experimenta cualquier otro que se dedica a una actividad parecida en su exterior, como escribir: nunca está conforme con lo que consigue, el resultado nunca lo satisface. Eso, que frustraría a cualquiera a los primeros pocos intentos, en el traductor cobra el aspecto de un síntoma con el que puede vivir todo el tiempo, sin quejarse.
Son cosas complicadas. El traductor está privado incluso del placer ejemplar del lector común, que consiste en avanzar en la lectura sin haber entendido un pasaje, una línea, una palabra. El traductor no puede, debe entenderlo absolutamente todo, hasta aquello que por definición no debería tener un sentido unívoco, como las metáforas. Él quiere entenderlo todo. De lo contrario se tara, o lo que para el traductor es lo mismo a una tara: se detiene, no puede avanzar más. O en realidad puede, pero volviendo una y otra vez sobre ese escollo que dejó flotando una, dos páginas atrás, y que es necesario aclarar prestamente.
Naturalmente no es la única actividad esclavizante, es algo que el traductor acepta desde el vamos, pero es probable que hasta el más esclavo esté más cerca de sentir de vez en cuando que lo que hace es perfecto, o prácticamente perfecto, como le gusta definirse a Vasco Rossi, un cantante italiano que lamentablemente goza de escasa fama entre nosotros y que siempre fue merecedor de algo de atención. En sus multitudinarios conciertos en vivo siempre hay alguien que suele extender una pancarta gigante con la escrita “Prácticamente perfecto”, título de una canción en una de cuyas estrofas dice “Canto para no enloquecer”, palabras que pueden aplicarse a mil y una actividades humanas, pero que pensando en la escritura en general y en la traducción en particular adquiere visos de verdad pertinentes, siempre a la cabeza en la escueta lista de expresiones sinónimas.
Y sin embargo el traductor goza, a pesar de todo eso, o de esas pocas cosas, de algo que lo vuelve en un sentido invencible (hablo del traductor profesional, por supuesto, no del que traduce un poema que le agrada y es capaz de traducir una vez por semana, sino del que debe traducir incluso lo que detesta, incluso lo que no sabe cómo traducir, incluso lo que no puede traducir): la traducción le otorga libertad.
Me explico. Ni el traductor más comprometido puede (hay excepciones) vivir solo de la traducción, de modo que ésta se convierte en una actividad subalterna, a la que dedica sus ratos libres, que son pocos pero intensos. Y sin embargo esa actividad que llamé subalterna, bajo cierta óptica se vuelve suprema: lo absorbe todo el tiempo, mientras mira una película tirado en la cama, mientras lee y encuentra de casualidad la palabra o la expresión que estaba buscando desde hace días. Puede no vivir de la traducción, pero vive para ella.
Esa es la razón por la que el traductor en su fuente principal de ingresos se mueve con aceitada agilidad, despreocupado, relajado; porque si éste llegara a escasear, o porque si directamente alguien decidiera prescindir de él para siempre, o temporalmente, él tal vez se deprimiría cinco o seis minutos, y luego se encaminaría a su casa a seguir traduciendo. Levantará los hombros, como hace la gente con la que hace falta talento para ponerla de mal humor, y volverá a encerrarse en sí mismo buscando soluciones a eso que no tiene solución. Le dicen traducir, pero también ser libre.
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