Por Luciano Román
Estudiantes del Nacional Buenos Aires"militan" la usurpación de Guernica, reivindican "la lucha" contra la propiedad privada y se sienten herederos de los "ideales setentistas". Un joven con gesto rabioso no para de insultar a gendarmes que custodian la Casa Rosada el día del velorio surrealista. Rugbiers de zona norte descargan por Twitter una ráfaga de racismo y xenofobia.
Podría imaginarse un abismo ideológico entre unas escenas y otras. Se las ubicaría en polos opuestos. Pero habitan el mismo universo: el de la intolerancia, el prejuicio y la violencia.
No se trata de convertir a tres rugbiers en los grandes demonios nacionales ni de cargar todas las culpas sobre estudiantes enamorados de la parodia revolucionaria y militante. Se trata, sí, de no hacernos los distraídos frente a las semillas de sectarismo y de odio -de uno u otro signo- que parecen haber germinado en sectores de la juventud argentina. Se trata de estar alertas y de no minimizar aquello que podría incubar tiempos de mayor intolerancia.
A la hora de la opinión y el análisis, el escándalo de los Pumas nos obliga a caminar por la cornisa. Si no mantenemos el equilibrio, podemos caer del lado de las generalizaciones, el linchamiento, la hipocresía y la demagogia. Hacia allí parecen haber derrapado, con entusiasmo oportunista, algunos sectores del oficialismo. Pero podemos caer también hacia el otro lado: el de la minimización, la indulgencia y hasta el encubrimiento. Como en tantas otras cosas, deberíamos animarnos a explorar la moderación, a reconocer matices y complejidades, a resistir la tentación del juicio exprés y de aplicar la doble vara. Las normas y los valores no deberían acomodarse a nuestros gustos y conveniencias.
En la búsqueda -siempre imperfecta- de esos equilibrios, tal vez deberíamos empezar por trazar una línea entre el deporte (sea el rugby, el fútbol o cualquier otro) y las desviaciones y deformaciones que muchas veces se asocian a ellos. El fútbol no son los barrabravas; es la pasión bien entendida. El rugby no es elitismo y violencia en manada; es espíritu de equipo y de sana competencia. El deporte, en general, es disciplina, es talento, es esfuerzo. Son normas y valores. Negar, sin embargo, que en el rugby hay síntomas reiterados de brutalidad y discriminación sería tan necio como negar que los barrabravas y la corrupción son un problema en el fútbol. Asumir las cosas como son es el primer paso para empezar a revertirlas. Y el rugby tal vez haya convivido durante muchos años con la negación y la indiferencia ante señales preocupantes. ¿Nadie había visto nunca los tuits de aquel joven talentoso que llegaría a ser nada menos que capitán de los Pumas? Aceptemos que aquellos mensajes horribles escritos hace ocho años no representan al hombre y al deportista que es hoy. Pero ¿no representaban a la gran promesa del rugby que era entonces? Hasta donde se sabe, nunca fue sancionado en aquellos años por las expresiones de extrema intolerancia que no se ocupaba de esconder. Ni siquiera parece haber habido adultos que lo obligaran a reflexionar sobre aquellos desvaríos, porque en ese caso los hubiera borrado. No habrían sobrevivido en Twitter hasta el estallido de este escándalo. No parecen, por otra parte, expresiones aisladas ni discordantes en el ambiente en el que fueron hechas: al menos tres pumas posteaban contenidos del mismo tenor. Hay que reconocer -sin embargo- el coraje de haber aceptado el error y haber pedido disculpas, gestos que los alejan de aquel sectarismo juvenil.
Podrá discutirse el motivo por el que fueron exhumados los viejos tuits después de la frialdad con la que los Pumas homenajearon a Maradona. Es muy probable que alguien haya visto la oportunidad de un aprovechamiento político. Lo cierto es que tenían esos tuits en el placard. Y poner el acento en la motivación de la filtración sería desviar el foco. Quizá deberíamos tomar distancia y preguntarnos, una vez más, ¿qué está pasando con nuestros jóvenes? Tal vez debamos asumir que el racismo que los rugbiers pusieron por escrito está enquistado en minorías juveniles y en buena parte de nuestra sociedad. Y esa soberbia militante del Nacional Buenos Aires representa a un ideologismo que coquetea con la violencia en muchos ámbitos sociales. ¿Cuántos tuits nos provocarían escozor si revisáramos el historial de militantes políticos? ¿Cuántos jóvenes piensan y escriben hoy lo que postearon tres Pumas hace ocho años? De un extremo o del otro (que es, al fin y al cabo, el mismo extremo de la intolerancia) hay síntomas en los que debemos reparar. La Argentina ya carga con demasiados dolores y con heridas muy profundas por desvíos juveniles hacia la colectora del fascismo, el fanatismo y la violencia.
El racismo expresado en aquellos tuits como el extremismo de esos jóvenes que "militan" las usurpaciones, odian "a la yuta" y escupen a la Gendarmería se parecen entre ellos mucho más de lo que suponen. Son exponentes de una regresión que no podemos ignorar. ¿Puede haber en esa amalgama de prejuicios y fundamentalismos la simiente de una nueva tragedia argentina? Es una pregunta que debemos hacernos, sin exageraciones, pero sin liviandad.
El sectarismo juvenil no ha nacido de un repollo. Es el producto de una sociedad fragmentada y dividida, que se regodea en el enfrentamiento y que acentúa su intolerancia en las redes sociales. Esos jóvenes (los que destilan odio de uno u otro signo) son hijos de un país en el que el poder estimula la polarización, en el que los propios gobernantes alientan el resentimiento de clases, en el que la docencia militante y el adoctrinamiento se han colado en las escuelas, en el que la historia no se escribe sino que se tergiversa y en el que la violencia política de los años más oscuros se mira con el prisma de un romanticismo indulgente.
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Fue, precisamente, la combinación de fanatismos de distinto signo enquistados en una juventud de clase acomodada la que derivó en el delirio de los setenta. Se dirá, con razón, que son minorías pequeñas. Pero hay momentos en los que las minorías llegan a imponer el tono frente a la apatía o la impotencia de calladas mayorías.
La cercanía de chicas del Nacional Buenos Aires con Roberto Perdía (el exlíder montonero) en la toma de Guernica representa, igual que el racismo y la xenofobia de jóvenes con aires supremacistas, la imagen de una Argentina que se creía superada y que, sin embargo, hoy vuelve a asomar como una amenaza. Expresan aquel país fracturado en el que el odio rompió todos los puentes.
Algo hemos hecho mal en aulas y en hogares para que ese pasado hoy vuelva a encarnarse en un sector de nuestros jóvenes. Tal vez haríamos bien en asustarnos cuando advertimos estos gérmenes de intolerancia en núcleos de la juventud. Desde esa toma de conciencia, deberíamos asumir el principal desafío de una sociedad: sembrar los valores de la convivencia y fumigar las semillas del odio; cultivar el respeto al otro y el cumplimiento de las normas, sin avalar ni minimizar ningún acto de violencia física o simbólica. Debemos reivindicar la moderación y la mesura, la diversidad y el pluralismo, sin banalizar el mal. Es una tarea fundamental para padres, docentes, entrenadores y líderes ciudadanos. Es un imperativo moral para quienes ejercen el poder: jamás deberían estimular fanatismos ni resentimientos; jamás deberían avivar esa hoguera en la que los extremos se tocan y se retroalimentan. Ya vimos qué pasa cuando se juega con fuego.
© La Nación
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