martes, 15 de diciembre de 2020

La Argentina simulada

 Bob Chow

Por Sergio Sinay (*)

Bob Chow es la marca de una pistola de fabricación china. Y es, también, el extraño seudónimo de un original e interesante escritor argentino, cuyas novelas (entre ellas Todos contra todos y cada uno contra sí mismo, La máquina de rezar, Chocar el mono, El momento de debilidad) tienen la rara virtud de naturalizar situaciones y personajes anómalos desafiando al lector a hacerse preguntas poco habituales y a reptar por debajo de la epidermis tranquilizadora de la realidad. 

Todo eso con un estilo fluido y elegante, que lejos de maltratar a la palabra (como es común en la literatura de estos tiempos) la honra y la potencia. Algún eco del francés Jean Echenoz (autor de Correr, 14, Al piano, Enviada especial, Rubias peligrosas) resuena en Chow. Y, puestos a asociar, incluso andan por ahí ciertas cositas del español Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), a quien se deben Espérame en Siberia vida mía y ¿Hubo alguna vez once mil vírgenes?, entre otros títulos. De Bob Chow se sabe que se licenció en Psicología, que es músico y traductor, que nació en 1963, que tiene hijos. Y lo demás es su obra, muy recomendable.

Bajo un manto de aparente absurdo los personajes de Chow se plantean y nos plantean cuestiones inquietantes y postergadas acerca de qué y quiénes somos los humanos, qué sentido tiene nuestra vida (el autor cree que ninguno), qué es el mundo y para qué existe. El protagonista de su novela más reciente (Invierno de impacto) se llama Alexander “Lee” Tremols, está separado, no logra que sus hijos le presten atención, deambula en una crisis existencial profunda tras la muerte de su madre, una eximia y famosa pianista, y lucha por trascender como escritor de ciencia ficción. En su deriva llegará a Portugal y recalará en la antigua Cartago (Túnez) mientras está obsesionado por el tema de su próxima y por el momento improbable novela. ¿Qué pasaría, se pregunta, si el universo fuera simplemente una simulación? El producto de un algoritmo creado, a su vez, por algún innovador extraterrestre con ciertas nociones básicas de fabricación de universos. En ese caso seríamos todos simples hologramas diseñados por el algoritmo y el único ser real vendría a resultar el innovador. Imbuido de un espíritu borgiano (en la novela se sugiere que Borges podría ser el Diablo), Lee Tremols especula con la posibilidad de que, a su vez, ese innovador sea producto de otro creativo, superior a él, como un Golem. Y que, en definitiva, hubiese una cadena infinita de creadores de simulaciones, todos avergonzados de sus productos, y nada ni nadie existiera de verdad. En ese caso, ¿por qué preocuparse? Nada de lo que nos angustia sería real, ni siquiera nosotros mismos.

La verificación de esta hipótesis, más allá de la esterilidad de Alexander “Lee” Tremols para plasmarla en un relato, sería una buena noticia en la Argentina de hoy. La realidad actual adquiere ribetes lo suficientemente absurdos y patéticos como para aspirar a que, en un mediano plazo, el país pudiera parecerse a cualquier nación más o menos normal, racional y sustentable del planeta. Si todo fuera una simulación mal ejecutada, los gobernantes, los personajes de la política, los de la Justicia, los dislates en que abundan los medios, el deporte, la farándula, la economía, los disparates que se escuchan y escriben a diario, no serían reales. Claro está que entonces la realidad no se hallaría en ningún lado. Y, de nuevo, ¿qué importancia tendría la inexistencia de la realidad, si, de todas maneras, lo que suponemos y sufrimos como real es olímpicamente negado, falseado y tergiversado?

Leer en estos días la novela de Chow lleva, por asociación libre, a preguntarse cuál es el universo simulado en el que viven, por ejemplo, el presidente de la Nación, su mayordomo el jefe de Gabinete, y ministros como la supuestamente encargada de Seguridad y el de Relaciones Exteriores. Cada uno a su vez contribuye a rizar el rizo de simulaciones infinitas. Uno diciendo que ya no quedan argentinos con hambre. Otro afirmando que la economía crece vigorosa día a día. La de más allá pidiendo no estigmatizar a un asesino que tronchó en un instante una vida fértil y útil para robar una bicicleta. El cuarto inventando (pese a que no domina el inglés, herramienta esencial en cualquier canciller del mundo) una conversación entre el Presidente y el inminente mandatario de Estados Unidos. Y esto sin olvidar al ministro de Salud y sus saltos de una simulación a otra a lo largo de los meses de interminable cuarentena.

En el universo simulado que habitan los nombrados fuimos más eficaces que Suecia en el manejo de la pandemia, aunque hayamos superado los 40 mil muertos y marchemos sin pausa en busca del podio. En ese universo todo lo que parece real (declaraciones, estadísticas, cifras, pobreza, hambre, indigencia, mala praxis económica, sanitaria y educativa) puede ser negado sin rubor y cambiado por una nueva simulación. Se niega así la percepción de los sufrientes y los desesperanzados, que son millones, pretendiendo que lo que viven no es real. Y no hay nada más enloquecedor que negarle a alguien su propia percepción. Es el peor truco de los simuladores.

(*) Escritor y periodista

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