Por Manuel Vicent |
Mañana, 21 de diciembre, con el solsticio comenzará a crecer la luz del día en el hemisferio norte e irá muriendo a la par en el hemisferio sur, nada que no se haya repetido durante miles de millones de años. Este hecho cósmico ha sido asimilado por nuestra cultura como un rito agrario de la muerte y la resurrección. Si la semilla no se pudre, no puede germinar. Terminada la sementera a final del otoño los primeros romanos, que eran labradores, celebraban las fiestas saturnales del nacimiento de la nueva luz con banquetes familiares en los que los esclavos sentados a la mesa eran servidos por sus amos y entre ellos se intercambiaban regalos, dulces y pequeñas figuras de barro, adquiridas en mercadillos montados en el foro.
Con el tiempo se estableció en Roma el culto de Mitra, el dios persa de la luz y la sabiduría, que había nacido de una virgen y que también moría y resucitaba. A este rito ancestral asimilado por los cristianos llamamos Navidad.
Durante el ciego camino del sol hacia el verano, de pronto a principios de enero uno descubre que en el aire a media tarde ya se está demorando una luz dorada. Esa primera manifestación solar es la epifanía, el único regalo que traen los magos.
Poco después se despertará la savia de los árboles, se producirá el deshielo, reventarán las gemas, estallarán las flores y serán las lagartijas las primeras en sacar la cabeza por las grietas de los sillares de las iglesias para celebrarlo.
Pero nunca como en el solsticio de este año habrá estado tan presente la vida y la muerte, esa suerte con que se juega a cara o cruz nuestro destino. En el 2021 que empieza no será el sol, sino la aguja de una simple jeringuilla cargada con esa pócima celeste de la vacuna contra la peste, la que ilumine el horizonte. La descubrieron una pareja de inmigrantes turcos, Sahin y Türeci. Ellos son esta vez los magos de Oriente.
© El País (España)
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