Por Claudio Jacquelin
La pregunta más recurrente desde hace un año en la política argentina se ha tornado menos relevante. Quién manda o quién gobierna ya no importa tanto o no tiene la significación original. Tal vez sea el resultado de que el histórico hiperpresidencialismo nacional se ha convertido en una categoría en proceso de deconstrucción. Habrá que repensar la nomenclatura.
Una democracia semipresidencialista o semiparlamentaria de carácter agonal (confrontativa) parece ser la definición que mejor se ajusta a lo que comenzó el 10 de diciembre de 2019 y acaba de cristalizarse en las últimas tres semanas. El diálogo interruptus entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner lo hizo (o lo consolidó). Pero no se trata de un ejercicio teórico, sino de hechos con efectos concretos.
Las consecuencias de esta realidad y de esta original forma de Gobierno son cada vez más visibles. Pero la más evidente es que han terminado por enterrar una de las principales promesas asumidas por el Presidente en la campaña. En su mensaje de asunción, cuyo eje estructurante era su propósito de cerrar la grieta, Fernández dijo: "Yo quiero ser el presidente de la escucha, del diálogo, del acuerdo para construir el país de todos". Lo prometió hace solo un año.
La aprobación de la reforma de la ley que establece los requisitos para elegir al procurador general de la Nación, hace una semana en el Senado, se parece en mucho a una lápida para ese propósito. La gravedad del objetivo que se propone el cristinismo, consistente en controlar a quien debe conducir los procesos en el fuero penal federal, impidió advertir otras consecuencias prácticas, aún de mayor relevancia institucional para el sistema democrático republicano, establecido por la Constitución.
La eliminación de la mayoría especial exigida para la designación del jefe de los fiscales, cambiada por una mayoría simple de la Cámara de Senadores, implica, por sobre todas las cosas, la renuncia lisa y llana a la búsqueda de consensos, tanto como significa la admisión de hecho y de derecho de la inviabilidad de ese ejercicio constitutivo de la democracia republicana. Cristina Kirchner lo explicitó a través de Oscar Parrilli, quien siempre presta su figura para que la vicepresidenta ejerza el arte de la ventriloquía. Más grieta que nunca.
Se sabe que la fijación de mayorías especiales para la aprobación de proyectos de ley han sido impuestas para situaciones muy especiales en las que los constituyentes o legisladores han considerado necesario dotarlas de un amplio consenso, dada la naturaleza y los efectos que puedan tener esas normas para la vigencia del sistema republicano y para evitar que mayorías circunstanciales impongan sus iniciativas, avasallando a las minorías. Pero para qué dialogar si se puede imponer y lograr lo que se pretende. La silente relación actual entre el presidente y su vicepresidenta lo acredita.
El urgido y urgente tratamiento en la Cámara de Diputados, y luego en el Senado, del proyecto para reducir los recursos destinados a financiar el traslado de la policía a la ciudad de Buenos Aires es otro ejemplo elocuente de esta deriva, de la que el Presidente no es, necesariamente, víctima ni actor pasivo. A veces, también es beneficiario.
El drástico cambio de formas y procedimientos que registró el proyecto original de Fernández a lo largo del año exhibe con claridad el proceso de cancelación de la búsqueda de consensos. El diálogo inicial abierto por el gobierno nacional con la administración macrista porteña fue sepultado abruptamente cuando la administración bonaerense de Axel Kicillof (protegido por la vicepresidenta) debió pagar el rescate que le exigía la policía provincial para seguir prestando su más que discutible servicio esencial de seguridad. La falta de recursos propios nunca resultó un obstáculo insalvable para el kirchnerismo.
La ruptura de las conversaciones sin aviso previo fue concretada por medio de un decreto presidencial de cuestionable constitucionalidad. Un proyecto de neto cuño cristicamporista se propuso enmendarlo con el aval presidencial mediante una ley, antes de que la Corte se pronunciara respecto de la acción interpuesta por el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta. Beneficios mutuos.
Con el viejo método nestorista de "látigo y billetera" el oficialismo logró reunir una ajustadísima minoría para aprobar en Diputados el proyecto destinado a desfinanciar al "enemigo" Larreta. Otra muestra del creciente poder de Máximo Kirchner, a expensas del presidente de la Cámara, Sergio Massa, que parece haber recobrado la adhesión por el dejar hacer y dejar pasar de su juventud liberal. Contorsionismos, mímesis y metamorfosis.
El cambio que en el Senado introdujo el cristinismo en el proyecto de ley para fijar la nueva fórmula de movilidad jubilatoria es otra exhibición de la vigencia del flamante semiparlamentarismo agonal.
La modificación no solo alteró los planes de ahorro que el ministro de Economía, Martín Guzmán, había proyectado con la anuencia del Presidente para ir hacia los equilibrios económicos que él considera imprescindible empezar a construir. Pero, sobre todo, para avanzar en las negociaciones en curso con el Fondo Monetario Internacional. Un blindaje reforzado para el gasto más alto y más rígido del Estado.
El proyecto del cristinismo tiene otras consecuencias y delata otras realidades. La principal es la constatación del proceso de remisión del hiperpresidencialismo. Solo basta con reparar en la rápida aceptación (y concesión) hecha por Fernández a ese cambio, que le alterará el presupuesto sancionado, no sin tropiezos, hace apenas dos semanas. En Economía se jactaban de haber presentado el cálculo más preciso, detallado y quirúrgico en décadas. Recalculando.
Es, también, la puesta en práctica de la advertencia hecha por los senadores oficialistas, en la carta que inspiró Cristina Kirchner, referida a las negociaciones con el FMI. "No aceptamos ajustes", dijeron. Empezaron a hacerlo realidad. El kirchnerismo pasa de las palabras a la acción en fracciones de segundos cuando la jefa lo quiere. Un contraste sideral con la tendencia a la procastinación que suele predominar en la Casa Rosada. Beneficios de no estar al mando y de tener el capital mayoritario. Los platos rotos que los pague otro.
No son buenos días para Guzmán y el equipo de negociadores con el principal acreedor del país. La indiscreción del canciller Felipe Solá respecto del contenido de la conversación que le habrían contado que tuvo Fernández con el presidente electo de Estados Unidos, Joe Biden, obligó a un trabajo extra para desactivar el malestar que generó en despachos decisivos del FMI. Otro tanto debió hacer el embajador (y más candidato que nunca a la Cancillería) Jorge Argüello.
A Solá lo dejaron solo. Como la UAR a Los Pumas. Los allegados al canciller dicen, en su defensa, que puede ser un recreador (o un decorador), pero no un creador de historias. Sus antecedentes (y también los del actual Presidente) permiten concederle el beneficio de la duda. Otro error no forzado que refuerza el nuevo sistema vigente. El tropiezo fue motivo de sorna y ácidas ironías en el Senado y en la jefatura del bloque oficialista de Diputados.
El neosemiparlamentarismo sin consensos, que parece destinado a consolidarse, salvo eventualidades imprevistas, encierra una gran novedad: reemplaza al viejo y cuestionado decisionismo presidencialista. Parece estar en plena transformación este sistema de gobernar que ha regido recurrentemente en la Argentina desde que la crisis arrasó con el gobierno de Raúl Alfonsín, como bien lo explicó el politólogo Hugo Quiroga en su libro, de 2004, titulado "La Argentina en emergencia permanente". Tal vez haya encontrado su etapa superior.
Lo curioso es que la delegación de atribuciones y poderes no ha desaparecido ni tampoco ha reverdecido la institucionalidad republicana, magullada por las repetidas crisis nacionales. Una singular metamorfosis lo ha repuesto en una expresión bicéfala, cuyas cabezas habitan en la Casa Rosada y en el Senado, no sin conflicto, pero tampoco con diferencias irreconciliables ni perspectivas cercanas de ruptura. Los enemigos están afuera.
La oposición empieza a procesar, en medio de su multiplicidad de cosmovisiones y formas de actuar, el prematuro final de las promesas consensuales. Fin para algunas dudas. Una nueva era de conflictos acaba de comenzar.
© La Nación
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