lunes, 14 de diciembre de 2020

Enfermos de lucidez


Por David Toscana

De los Estados Unidos nos han llegado desde hace décadas historias sobre adictos al tabaco que demandaron a empresas tabacaleras por millones de dólares, según esto porque no les advirtieron sobre los riesgos del tabaquismo. En muchos casos, los jueces les dieron la razón a los fumadores e impusieron sanciones a las empresas. 

Sin embargo, estas decisiones se tomaban en base a los intríngulis legales, sin tomar en cuenta el sentido común, sin considerar una gran verdad: cada fumador ha sabido desde siempre que el tabaco es un placer, pero no un portador de la buena salud.

En 1886, mucho antes de que los gringos se convirtieran en la sociedad del litigio, Chéjov escribió una breve obra de teatro de un acto y un personaje, llámese monólogo, titulada Sobre el daño que hace el tabaco. Al terminar de hablar, el protagonista dice: “Una vez admitido que el tabaco contiene el terrible veneno al que acabo de referirme, en ningún caso les aconsejo que fumen”.

También se puede leer sobre esto con el voraz fumador de La conciencia de Zeno. Y los ejemplos son muchos.

Los fabricantes tuvieron que tapizar las cajetillas con frases y fotografías poco seductoras. Enseguida vinieron las bebidas alcohólicas. En un principio era meramente la maniobra verbal “Si maneja no tome, si toma no maneje”, y luego vino la voz apresurada al final de la publicidad: “Nada con exceso, todo con medida”. Pero a diferencia del tabaco, tengo para mí que las botellas de tequila no muestran un hígado cirroso.

Para leer de borrachos clásicos hay mucho en la literatura rusa, donde quizás el más conocido y conmovedor sea Marméladov. O más cerca de nosotros está Bajo el volcán.

Ahora es el turno de la comida chatarra. Hay que poner en los paquetes avisos para informar lo que ya se sabe o se intuye. El famoso etiquetado da hasta cinco advertencias: “Exceso calorías”, “Exceso grasas saturadas”, “Exceso sodio”, “Exceso azúcares”, “Exceso grasas trans”. Hay advertencias, pero no hay leyes categóricas que regulen las cantidades máximas permitidas de estos y otros componentes.

Los gordos son muy contados en las letras clásicas. La gordura no era una condición tan usual. Cervantes menciona sobre un ventero que “por ser muy gordo era muy pacífico”. En consonancia, Andreyev escribe en Lázaro: “Pero estás gordo como un tonel, y la gente gorda no suele ser mala, decía el gran César”. Chéjov tiene un cuento llamado El gordo y el flaco, en el que la gordura no es sino el leve grosor de un hombre al que le va bien en la vida. Claro que en el tema de gordos y comelones nadie vence a Rabelais.

Las autoridades cumplen con su misión de advertir contra el tabaquismo, el alcoholismo y el sobrepeso. Con eso cubren los pulmones, el hígado, la barriga, el corazón, arterias, las células lípidas y otros órganos. ¿Y el cerebro?

Ya que andamos en plan de advertir lo obvio, podemos etiquetar los programas de televisión. “Exceso de mentecatez”, “Exceso de banalidad” o “Bajo en ideas”.

Y de una vez los libros, pues ahora a las autoridades culturales y educativas les da por informar la cantidad de libros que se leen por año. Como si “libro” fuese la medida de algo. Hablando de alimentos, no podemos decir: “En México se comen trescientos kilos por año”, pues ya vimos que no es lo mismo un kilo de papas fritas que un melón de un kilo.

Algunos libros chatarra podrían salir etiquetados de fábrica: “Exceso de lugares comunes”, “Bajo en ingenio”, “Bajo en poesía”, “Alto en chabacanería”, “Exceso de verborrea”. En cambio, en tratándose de buenos libros, se puede invertir la advertencia del alcohol: “Todo con exceso, nada con medida”; y el pecado de la nicotina sería virtud en la lectura: “La lectura es tan adictiva como la heroína”.

El detalle está en que tales iniciativas contra tabaco, alcohol y comida chatarra las organiza la dependencia de salud, y aunque bien se sabe que leer provoca inteligencia, no está demostrado que la inteligencia sea saludable, y hasta se sospecha lo contrario. Dostoyevski lo sentencia así: “Les juro, señores, que una conciencia demasiado lúcida es una grave enfermedad”.

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