Por Gustavo González |
A Antonio Gramsci se lo llama el marxista de la superestructura porque entendía que el verdadero poder se terminaba de ejercer cuando se lograba una “hegemonía cultural” sobre la población, a través de educación, la religión y los medios de comunicación. Esa hegemonía se lograría cuando la sociedad acepta como cierto y virtuoso el relato emanado del poder.
Sus ideas florecieron en el país entre los años 60 y 70 y el kirchnerismo volvió a rescatarlas, especialmente con los gobiernos de Cristina Kirchner. Esa lucha por la hegemonía cultural se llamó entonces “relato” y trató de construir una épica cuyo centro de gravedad era la figura de la ex Presidenta.
Con reminiscencias al mito de Evita (combativa, amada por el pueblo y enfrentada con el “verdadero poder”), el cristinismo supo construir un relato propio que abrevó en los derechos humanos y las “luchas setentistas” (en un aggiornamento light, posmoderno). Y, siguiendo a Gramsci, intentó instaurarse a través de los claustros, las tribunas y los medios de comunicación propios.
Los ideólogos cristinistas de esta teoría creen que es la superestructura la que condiciona a la estructura y rememoran los mega actos públicos del Bicentenario como el punto culminante que tuvo esa construcción. No se trataba de simples tácticas electoralistas. Trataron de conquistar una nueva hegemonía cultural.
Nunca lo terminaron de lograr, pero sí consiguieron desarrollar una narrativa propia y potente que fue aceptada como real por un porcentaje importante de la sociedad (¿20 / 30%?).
Sin embargo, del otro lado subsistió un antimito, el relato que sataniza todo lo que Cristina representa y que es asumido como real por otro porcentaje similar de argentinos.
Antimitos. En los años 70 el sociólogo Juan Carlos Portantiero, uno de los mayores estudiosos de Gramsci, interpretó que existen momentos en los que conviven dos hegemonías en pugna, sin que ninguna de las dos se termine de imponer sobre la otra. Lo llamó “empate hegemónico”: “Cada uno de los grupos tiene suficiente energía para vetar los proyectos de los otros, pero ninguno logra las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría”. Portantiero (que militó en la Juventud Comunista y terminó siendo asesor de Alfonsín) señalaba que ese empate hegemónico se inició con el golpe de Estado a Perón de 1955 y entendía que los triunfos electorales no implicaban necesariamente la consolidación de un nuevo relato.
Se podría decir que, con atenuantes y dictaduras de por medio, ese empate hegemónico llegó hasta el presente.
El problema de fondo no es el duelo eterno de dos culturas, sino que se trata de culturas que se presentan como excluyentes. Ganar es derrotar a la otra. Son dos mitos que se construyeron en función del anti (anti peronistas, anti gorilas) y cuya función consiste en boicotear todo lo que proviene del otro y defender, como sea, todo lo propio.
Si unos dicen que la mejor vacuna es la rusa, los otros dirán que es la británica. Si dicen que la cuarentena sirvió, los otros dirán que fue el mayor fracaso mundial. Si los otros robaron, los otros responderán que los otros robaron más. Un juez puede ser valiente o una pieza más del lawfare, de acuerdo a quién condenó y a quién absolvió. Hasta los actores son mejores o peores según de qué lado del relato estén. Con los cantantes, periodistas, deportistas e intelectuales, pasa lo mismo. Incluso con los médicos.
Antifrágil. Puede ser que la paridad de fuerzas permita que ambas culturas sigan vivas, sin terminar de excluirse mutuamente. Lo que no puede ser, es que eso sirva para madurar y crecer. Una hegemonía fuerte versus otra hegemonía fuerte da como resultado una sociedad frágil. Y una sociedad frágil produce un país pobre, siempre a tiro de girar 180° según la hegemonía dominante en cada momento. Lo impredecible genera desconfianza y la desconfianza, subdesarrollo.
El empate hegemónico es la representación teórica de la grieta, y simboliza en sí mismo el fracaso de los dos sectores en pugna. Al ser una pelea de suma cero, que ninguno haya ganado significa que ambos perdieron.
Pero, al mismo tiempo, ese fracaso argentino creó las condiciones para el nacimiento de un relato superador. Un relato hegemónico débil: menos mitológico, más abarcativo, más abierto a sumar “verdades” de los otros dos relatos sin que resulten excluyentes. Que deconstruya los pensamientos hegemónicos fuertes, los desantifique y desatanice.
Una hegemonía débil que de como resultado un país fuerte. Antifrágil.
Si esas condiciones no existieran, hoy estarían gobernando Macri o Cristina.
Antigrieta. Pero lo cierto es que gobierna alguien a quien la ex Presidenta debió recurrir para regresar al poder, precisamente porque se trataba de un crítico tanto del relato macrista como cristinista. El principal líder de la oposición, Rodríguez Larreta, simboliza lo mismo. Igual que una gran parte de los gobernadores.
Cuando esos líderes representativos de una hegemonía débil se mostraron unidos para enfrentar la pandemia, el nivel de adhesión que obtuvieron llegó al 70%. Una mayoría social no sólo no repele la antigrieta, sino que celebra cuando sus representantes tienden puentes entre sus bordes.
Hoy, en el oficialismo y la oposición no sólo se vive el empate eterno entre los dos relatos hegemónicos fuertes de la Argentina. También se está dando el choque interno en cada sector entre esos relatos fuertes y una nueva hegemonía débil que pugna por imponerse.
Uno de los mayores teóricos del relato cristinista explica que la síntesis que puede surgir entre los relatos que encarnan Alberto Fernández por un lado y Cristina por otro, llegará de la mano del peronismo: “El peronismo aparecerá como un relato integrador en el marco del objetivo de mantener la unidad.” Este funcionario imagina que el inminente plan masivo de vacunación contra el Covid, “que sume a médicos, enfermeros y al Ejército”, sería una oportunidad para escenificar una nueva narrativa que al menos aune a ese sector.
En la oposición convive el relato macrista que hizo una apología de lo nuevo (simbolizado de forma extrema cuando reemplazó a los próceres por animalitos en los billetes), con la mirada más tradicional de la política que expresan el radicalismo y los herederos macristas del desarrollismo y del peronismo. Larreta aparece como una síntesis superadora de ambos relatos. Incluso su principal oponente, Patricia Bullrich, representa un mix entre Duran Barba-Marcos Peña y el radical-peronismo macrista.
Estadistas. Si este empate técnico que también subsiste en el oficialismo y la oposición se resolviera en favor de dos formas hegemónicas más débiles (con menos anticuerpos para repeler al otro), entonces podría surgir un relato mayoritario no excluyente, con menos verdades absolutas, más fácil de asumir como propio por una mayoría social. E implicaría una síntesis superadora de un conflicto social que lleva décadas.
Pedir que haya líderes capaces de producir cambios históricos revolucionarios es una fantasía propia de los relatos hegemónicos fuertes. Una jactancia del individualismo.
Lo que sí se puede pedir es que haya líderes políticos que tengan la sensibilidad suficiente para entender el nuevo clima de época y se animen a corporizarlo. A estos se los llama estadistas.
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