Por Javier Marías |
Creo haber mencionado —llevo casi 18 años aquí y de todo no me puedo acordar— la fascinación que me producen las imágenes antiguas, reales, de las ciudades. Sin embargo no había visto hasta ahora, en DVD, una famosa película de 1927, Berlín, la sinfonía de la gran ciudad, tenida por uno de los documentales más influyentes de la historia. Está dividido en cinco “actos”, y se inicia a las 5 de la mañana, cuando las calles aún están vacías y un tren se acerca a la capital de Alemania. Los otros actos van cubriendo una jornada ficticia, atravesando todas sus horas hasta el momento del recogimiento.
La jornada es ficticia porque al director, Walter Ruttmann, y a su equipo, el rodaje les ocupó un año entero, y a menudo utilizaron cámaras ocultas en furgonetas, autobuses, tranvías y hasta maletas, para captar con las mayores naturalidad y libertad posibles el decurso de la ciudad. También es ficticia porque en un solo día no son visibles tantas ni tan variadas escenas como se nos van mostrando, ni siquiera en una gigantesca urbe. La película posee muchos méritos, y no es el menor que jamás se recrea en los planos más hermosos o sugerentes, ni los busca con ahínco: da la impresión de que las cámaras “se los encuentran” y el director los escoge para su montaje, pero sin abusar, y los hace durar siempre poco: unos toldos agitados por el viento, unas faldas mecidas por la brisa, no mucho más. Las nítidas imágenes son —me resultan— fascinantes, pero no se regodean en el esteticismo, tampoco en elementos espurios. Las escenas de gente pobre son breves, las de gente rica también, las de gente normal por supuesto. No se establecen paralelismos facilones ni se procura el contraste demagógico. Una de sus virtudes es que no es un documental moralista, ni “con mensaje” ni “de denuncia”. Enseña simplemente las diferentes facetas de la vida de Berlín en 1927.
En 1927 nació mi amigo Juan Benet, y también mis compañeros de la Academia Gregorio Salvador, Antonio Fernández de Alba y Emilio Lledó, que felizmente gozan de aparente buena salud. Me parece asombroso, qué quieren, poder verlo que veo, el transcurrir de la cotidianidad 93 años atrás. Veo a los primeros en asomarse a las calles, un panadero, un hombre con perro, cuando apenas hay luz. A las 8 los obreros entran en las fábricas y las persianas de las tiendas empiezan a alzarse, permitiéndonos la visión de sus escaparates variados. También persianas de casas, a los niños camino del colegio, y poco a poco la ciudad se va poblando. Vemos fabricar bombillas y botellas, los largos tranvías de dos vagones y los autobuses de dos pisos, los numerosos coches — ya— mezclados con los carros tirados por caballos, que antes han comido su pienso. El tráfico es considerable, y algunos vehículos hacen malabarismos para no chocar entre sí, incluidos tranvías. La gente entra en las oficinas, va de compras, una joven camina dudosa en torno a una esquina, con andares eternos que hemos visto en cualquier época. Es primavera y las terrazas se llenan, centenares de personas van a la estación y cogen trenes, la mayoría con su periódico desplegado para el trayecto. Veo pasar a un hombre con muletas y una sola pierna que avanza con sorprendente rapidez —quizá la perdió años antes, en la Guerra de 1914-18—. Al final de esa guerra vino la terrible gripe de 1918-20, recordada hoy tras largo olvido: reconforta comprobar que no hay rastro de eso en 1927, ni tampoco anticipación del horror que vendría, con Hitler, no demasiado después. Es una ciudad libre y alegre, como las de entreguerras, sin más preocupaciones que las habituales de cada cual. La gente almuerza y repone fuerzas, descansa un rato y reanuda la actividad, y al caer la tarde va a espectáculos de variedades, conciertos, teatros y cines, a hacer deporte, a pasear, a bailar. Las calles están siempre animadas. Asistimos a un altercado entre dos individuos, y al corro a su alrededor, hasta que un guardia de bigotes bismarckianos interviene y pone paz. Hay una niña muy pequeña que forcejea con unos escalones por los que quiere subir un cochecito, tal vez con una muñeca en su interior.
Conmueve esa mera contemplación de la normalidad. Durante un segundo no pude evitar pensar que cuantos allí aparecen, con la salvedad de algún bebé, estarán muertos seguramente. Pero uno aparta el pensamiento en seguida, porque los ve bien vivos y activos, conformes o disfrutando. Lástima que el cine no se inventara antes. Si hubiera imágenes equivalentes de la vida francesa en época de Napoleón, no digamos de la Italia renacentista o de la España medieval, no dejaría de mirarlo realde esos tiempos con mis propios ojos, asistiendo a lo que fue efímero y el documental habría conservado hasta hoy. Observando a la gente de entonces, de la que sólo tenemos pinturas y relatos. A las primeras les falta el movimiento, a los segundos la imagen y el espacio, por bien contados y descritos que estén. Me admira ver a unos novios que van a casarse, a un caballo caído en el asfalto al que su dueño logra reanimar y levantar, a las telefonistas y a las mecanógrafas, los diarios saliendo de sus máquinas, nuevísimos, a toda velocidad, los transeúntes de paseo o atareados, los bailarines contentos al llegar la noche. En 1927 todo, tal como fue.
© El País Semanal
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