Por Jorge Fernández Díaz |
A mediados de octubre de 1880 una carta publicada en las páginas del diario The Times hizo enarcar las cejas a la opinión pública británica. La misiva llevaba la firma de un capitán inglés retirado que administraba tierras de una familia en Irlanda. Luego se supo que tras una mala cosecha, ese administrador había impuesto astronómicos precios de alquiler a los pequeños y medianos agricultores que arrendaban los campos, y que estos habían acudido a la Liga Agraria para que negociara una cifra más razonable.
El antiguo capitán los sacó carpiendo, y la respuesta de la comunidad fue rápida y sorpresiva: los trabajadores se retiraron de sus terrenos, los comerciantes se negaron a venderle alimentos, el herrero dejó de prestarle servicios, la lavandera avisó que no lavaría sus ropas. Y hasta el cartero se empacó: no le entregaría la correspondencia. Finalmente, el usurero inflexible quiso denunciar esta insólita metodología, pero solo consiguió que los periodistas posaran sus ojos en aquella campiña irlandesa, y específicamente en uno de los promotores del castigo: el párroco del pueblo. Fue precisamente él quien ayudó a bautizar la original protesta. El capitán se llamaba Charles Cunningham Boycott, y, por lo tanto, el sacerdote creó un epónimo que quedaría para la historia: "¿Qué le parece si decimos que lo hemos boicoteado?".Esta anécdota fue rescatada por el historiador argentino Daniel Balmaceda en su reciente ensayo El apasionante origen de las palabras, y nos recuerda varias cosas: la resistencia civil frente a una insostenible presión económica, la fuerza colectiva y solidaria de los agricultores cuando se sienten explotados y la insidiosa perspicacia de algunos curas.
El vocablo "boicot" define, a su modo, la principal acción que diversos dirigentes a órdenes de la propia Cristina Kirchner desplegaron a lo largo de los cuatro años de la administración de Cambiemos y también durante los doce meses del cuarto gobierno kirchnerista. En el gabinete nacional suelen proferir amargos enojos contra periodistas críticos y referentes republicanos, pero la pura verdad es que nadie les hizo más daño a lo largo de estos 365 días que el Instituto Patria y la Pasionaria del Calafate, a la sazón una suerte de insólita jefa de la oposición que desbarató las políticas más racionales y los obligó a contorsiones patéticas. Cristina operó, accidental o deliberadamente, para vaciar de poder la figura presidencial, y Alberto Fernández se dejó vaciar. En un país hiperpresidencialista, esas jugadas sistemáticas rozan la actitud destituyente. Con la anuencia de ella, escondidos dentro de un poder loteado, micromilitaron para que Alberto Fernández no fuera cooptado "por las ideas del neoliberalismo" [sic]; ni uno solo lo defendió cuando exfuncionarios corruptos o fanáticos de toda laya lo destrataron o cuando Diosdado Cabello, por citar un ejemplo cercano, se permitió vapulearlo groseramente desde Caracas; la arquitecta egipcia no solo convalidó con su silencio todas esas embestidas internas, sino que le realizó en público durísimos gestos de disgusto, desplante y desautorización. Aceptó en privado los planes menos radicalizados y más pragmáticos del ministro de Economía, incluso su política de "buena letra" con Estados Unidos y el Fondo Monetario, pero se encargó después de impulsar documentos furibundos contra esos "enemigos", alentó que sus delfines salieran a cuestionar los recortes y los acuerdos, y que pusieran palos en la rueda ante cualquier acercamiento empresario, e incluso se permitió modificar directamente medidas nodales tomadas en Balcarce 50, sin darle la mínima oportunidad al propio jefe del Estado para que él mismo las desactivara y no quedara haciendo papelones ante la opinión pública, como ocurrió con el reciente "aumento a cuenta" de las jubilaciones.
La doctora vigila con mucho celo dos recipientes: el costo político y el capital simbólico. Cuando el primero rebasa y mancha al segundo, defiende su mito personal por encima de las prioridades de la gestión y las necesidades del país. Fernández fue contratado precisamente para esa "tarea sucia" (ajustar, pactar), pero cuando esta salpica la toga blanca de la dama intransigente, ella se aparta del enchastre sin importarle el precio. El profesor de la cátedra de Teoría del Delito y Sistema de la Pena también fue contratado para salvarla del infierno de la corrupción escandalosa. Bajo una cierta liviandad Alberto pensó que, con un "nuevo sentido común" en los tribunales, natural y progresivamente las causas por venalidad sistémica se detendrían en un cierto nivel, y la vicepresidenta y sus hijos quedarían afuera e indemnes. Ese proceso exigía de por sí un esfuerzo gigantesco por parte de decenas de jueces de distintos niveles, que debían adoptar una brusca ceguera; la suficiente para barrer bajo la alfombra testimonios, pruebas, indicios, folios y pericias: una montaña de evidencias que debían desaparecer por obra del oportunismo y de la magia política. Tal vez no hayan contado con que a la jefa eso no le bastaría: pretende ser rehabilitada por completo y tener a tiro de venganza a quienes osaron investigarla, pero además exige que todo su estado mayor también consiga zafar. Cualquiera de ellos, abandonado definitivamente a una condena bajo una administración peronista, podría convertirse en una bomba de tiempo: yo caigo, compañeros, pero me voy a llevar a todos conmigo. Esta desmesurada exigencia de imposible cumplimiento (un indulto o una ley de amnistía tampoco le sirven) le pone una pistola en la cabeza a la democracia y conduce a escaramuzas desesperadas, como intentar un golpe de Estado contra la Corte Suprema.
Convive con esos expedientes malditos el propósito indisimulado de colonizar definitivamente la Justicia y perpetuarse en el poder, a la manera del modélico Gildo Insfrán. En aquellos comienzos críticos, y a pesar de que Duhalde le había dejado expedito el camino a la recuperación, Néstor Kirchner tomó una decisión prudente. Envió a José Octavio Bordón a Washington para explicar dos temas: la nueva Corte no le era adicta ni el kirchnerismo buscaba cooptar a los tribunales inferiores, y sobre todo, su proyecto en nada se parecía al régimen de Hugo Chávez. Armado con su PowerPoint, Bordón viajó dos años por el interior de Norteamérica y transmitió en todos los foros aquel mensaje fundamental. La última misión del Fondo que llegó el mes pasado a Buenos Aires estaba compuesta por cinco miembros, pero solo dos de ellos eran economistas. Los tres restantes eran abogados, y estuvieron preguntando en distintos sitios por el funcionamiento de las instituciones y la legalidad. ¿Es posible plantear un programa productivo con financiamiento internacional mientras se vulnera ostensiblemente la seguridad jurídica y se emiten señales bolivarianas? Como diría aquel ocurrente párroco irlandés, el cristinismo boicotea a su propio gobierno, que en este primer año fracasó en toda la línea. El artefacto que fue creado para fingir moderación y captar votos demostró en el ejercicio de la función que lleva en su interior un mecanismo autodestructivo. Y no hay mecánico en esta Tierra que pueda arreglarlo, puesto que marcha en dos sentidos contrapuestos y tiene objetivos incompatibles; al mismo tiempo quiere ir hacia el norte y hacia el sur, lo que escribe con la mano lo borra con el codo, y achica dramáticamente con una cuchara en un bote a la deriva, mientras le hace agujeros con un taladro.
© La Nación
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