Por Javier Marías |
En un paseo por mi barrio, el de los Austrias a cuyos habitantes el alcalde Almeida hostiga y castiga sin compasión —con ánimo no sé si dañino o sólo tonto, nos monta un belén gigante para que la gente se aglomere y se contagie bien—, me siento ante un convento. Allí está un guía con un grupito de treintañeros de aspecto normal. Les señala la fachada de la iglesia: “Ahí está la Virgen María con el arcángel Gabriel, la Anunciación, ya sabéis”.
Cara de pasmo, lo cual lleva al guía a preguntar algo que tiempo atrás habría sido insultante: “¿Sabéis lo que es la Anunciación?” Respuesta unánime: “No, ni idea”. Insisto: treintañeros, no niños ni siquiera estudiantes de instituto. El guía está tentado de abandonar: “Bueno, no importa”. Se lo piensa un instante y lo intenta: “Lo de la concepción de Jesucristo, ¿os suena? A María la visitó el Espíritu Santo como paloma y así se quedó embarazada. Por eso es Inmaculada, es decir, sin mácula”. Dos o tres inquieren sin rubor: “¿Qué es ‘mácula’?” “Pues sin mancha, sin sexo por medio”. “Ah”, cae uno por fin, “sin consumación, ¿no?” El pobre guía pasó pronto a otra cosa.
Ya sé que no se puede ni debe elevar una anécdota a categoría, pero es que esta es muy sintomática, porque los escuchantes eran personas hechas y derechas, no recién aterrizadas en el mundo; gente que habrá cursado sus estudios obligatorios en los años 90 como tarde. A mí me parece bien que los mitos de la religión católica no se estudien como durante siglos, dogmas de fe en los que había que creer velis nolis, aceptarlos como verdades inamovibles y reveladas. Es un avance que se destierren las fábulas y las supersticiones (aunque ahora nos invadan otras más dementes). Lo que no comprendo es que se pueda no estar al tanto de su existencia, porque equivale a ignorar dos mil años de la historia de Occidente, donde vivimos en teoría. La reacción no me pilló de sorpresa. Conté hace tiempo que mi hermano el catedrático de Arte había padecido alumnos que describían una Crucifixión como “Pintura de un hombre con barba y pelo largo clavado en una gran cruz”. Uno puede no creerse nada, pero ¿desconocerlo? Uno se pregunta qué clase de educación reciben los españoles desde hace décadas. Cada nueva Ley de Educación empeora la anterior, y miren que es difícil. No creo que nadie imaginara una más necia que la Wert, del PP. Y sin embargo, la de Celaá, que nos endosan Podemos y PSOE, la supera en servil, idiota y enloquecida, en casi todos los aspectos. (Digo “casi” por buena voluntad, aunque ahora mismo no caigo en ninguno en el que no lo sea.)
Sigo mi paseo, y en la Plaza de Oriente me topo con una joven profesora y un grupo de niños de seis o siete años, calculo. Les va a mostrar las estatuas que allí hay de reyes visigodos y medievales, toscas, pero mejor que las haya y no que las turbas las derriben por “opresoras” u otra sandez. “A ver, ¿sabéis lo que fue la Edad Media?” Los niños tenían idea: “Lo que vino después de los romanos”. “Pues fue larguísima, duró mil años, y claro, ocurrieron muchas cosas. ¿Quiénes estaban en España entonces?” “Los musulmanes”, aventura un crío. “Sí, pero antes. Estaban los visigodos, y aquí tenemos a algunos de sus reyes. Los más importantes, porque unieron, fueron Chindasvinto, Recaredo y Wamba, y aquí está Wamba, vestido con esas ropas que hoy nos parecen tan raras”. Un niño apunta con sentido: “A ellos, si nos vieran, les pareceríamos raros nosotros, ¿no?” Los chavales estaban impacientes por acercarse a las estatuas y observarlas de cerca, se les iban los ojos, se escabullían hacia ellas, preguntaban, sentían curiosidad y todo les interesaba desde su edad temprana. La profesora explicaba con sencillez y claridad.
Exactamente lo opuesto a los treintañeros. Ya que ignoraban qué era la Anunciación y su guía había hecho amago de explicárselo, podían haber indagado, pero les traía sin cuidado. ¿De dónde sale tan fantástica historia? ¿Quién la inventó y por qué y cuándo? ¿Se trató de una insólita violación colombina (de “colomba”, no de Colón, sólo faltaría que al descubridor se le atribuyera también esa infamia) o es todo una metáfora? ¿Cómo se lo tomó San José? (Claro que quizá tampoco supieran quién era el marido de María.) ¿Cómo es que la gente ha creído durante siglos semejante cuento para niños? No sé, algo. Dudo que el pobre guía hubiera estado dispuesto a meterse en explicaciones —no era su cometido, les describía el convento—, pero los treintañeros ni probaron a saber más. Como si fueran individuos sin curiosidad ni tal vez mucho intelecto. Me pregunté por qué visitaban el convento. Tal vez porque lo recomienda una página web y basta.
La escena de este grupo me resultó descorazonadora. La de los niños, en cambio, me provocó esperanza y enorme simpatía, hacia ellos y hacia su profesora. Mi nieto de apenas cuatro años acaba de descubrir los globos terráqueos y está entusiasmado y alucinado. Todo le despierta curiosidad, quiere “aprender todo lo que pueda”, ha dicho. ¿Se pierden esas ganas con la adolescencia, de manera natural e inevitable? No lo creo. Creo más bien que ministros como Wert y Celaá (y los anteriores) se dedican fervorosamente a quitárselas desde el primer día de clase, y a convertirlos en embotados holgazanes.
© El País Semanal
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