Por Pablo Mendelevich |
El concepto del líder aplaudido y ovacionado por los funcionarios de su gobierno no tiene relación con los aciertos o desaciertos de las políticas oficiales. Es inherente al culto a la personalidad. Ese culto nunca se presenta solo, viene acompañado de una disciplina política rígida, tal como lo demostró, a escala sanguinaria, el estalinismo. Stalin había creado la figura del "enemigo del pueblo".
Según Nikita Kruschov, su sucesor y revisor, muchísimos miembros del Comité Central del Partido Comunista fueron arrestados y fusilados en la Unión Soviética a fines de los años treinta bajo la acusación de ser "enemigos del pueblo".Las "obras completas" de Stalin, una recopilación de cartas, entrevistas, documentos y supuestos libros escritos por él, en realidad no eran estrictamente "obras" sino una mezcla de piezas reales y apócrifas destinada a robustecer el endiosamiento. Tampoco fueron completas: debido a la muerte del dictador solo llegaron al volumen 13, correspondiente a 1934. Investigaciones académicas posteriores confirmaron que bajo la supervisión de Stalin los editores debían intercalar en la transcripción de sus discursos, entre paréntesis, expresiones tales como "ovaciones", "aplausos atronadores" o "hilaridad general", según el caso.
El aplauso compulsivo tiene en la política mucha historia, siempre vinculada con adoración y disciplinamiento. Hoy mismo recrean ese fervor mecánico los subordinados del líder norcoreano Kin Yong-un, que se forman para aplaudirlo hasta cuando él se sube a un tren. A ninguno se le ocurre dejar descansar sus manos enrojecidas.
Claro que al lado de estos antecedentes la denuncia de la dirigente ultrakirchnerista Alicia Castro contra el secretario de Medios Juan Pablo Biondi, a quien acusó de no haber aplaudido "en ningún momento" a Cristina Kirchner durante su discurso del acto de La Plata del sábado último, parece un juego cándido. Sin embargo, el tenor del reproche evoca ancestrales comisariatos. El estalinismo consistía en no admitir el más mínimo apartamiento de la verdad oficial, una regimentación que aquí asoma caricaturesca entre los escombros de aquellas inolvidables cadenas diarias de la Casa Rosada con aplaudidores automáticos y el coro juvenil de la Cámpora haciendo "los pibes para la liberación". A los invitados a esos ritos políticos, cabe recordar, se los seleccionaba con el mayor cuidado y cuando no eran del palo -empresarios, por ejemplo- debían acompañar la liturgia con parejo entusiasmo, caso contrario se los tachaba de la lista.
El sábado, mientras Castro regenteaba las emociones de Biondi, arriba del escenario Cristina Kirchner hablaba de echar a los ministros que tienen "miedo" porque, según ella, los cargos son "para defender definitivamente los intereses del pueblo". Nunca antes, cabría agregar, un vicepresidente había usurpado en público con tamaña soltura de cuerpo el resorte presidencial de echar ministros, enésima manifestación del disturbio político institucional que hoy padece el país.
Como también sostuvo Castro, la acusadora de Biondi, es posible que la política de comunicación del gobierno tenga errores o directamente que no exista. El trabajo del pobre Biondi no ha de ser fácil con un presidente que en las entrevistas que concede cada día le tomó el gusto a hacer anuncios, haya o no algo para anunciar, lo que además de generar enredos con los ministros obliga a los equipos de comunicación a imaginar aclaraciones o desmentidos que, por elementales razones de jerarquía, pocas veces llegan hasta la impresora. ¿Será el coraje esquivo zarandeado por la jefa? Cuando Alicia Castro lo sorprendió en falta, Biondi venía de descargar en un tuit su orgullo vigoroso de albertista originario: "codo a codo en el año más difícil poniendo el cuerpo a la adversidad y bancando al Presidente". Claro, habría que ver qué significa en términos de eficacia administrativa que un secretario de Medios "banque" al presidente al que reporta. Pero en cualquier caso esa no es la cuestión: aun si se quisiera calificar a Biondi como el peor funcionario del gobierno, su entrega a batir palmas igual sería ajena a la calidad de sus servicios.
El comisariato espontáneo de Alicia Castro viene provocando desde el sábado alguna agitación de las aguas políticas, en especial desde que el cineasta Juan José Campanella tuiteó "¡Aplaudan, muchachos! ¡Aplaudan a rabiar! Aunque no estén de acuerdo, aunque no tengan ganas, la reina es la reina y ustedes los zánganos, tienen que aplaudir. Si es posible de rodillas y lamiéndole los zapatos". Pero no faltan los que piensan que la diplomática hoy sin embajada Alicia Castro es alguien políticamente marginal y que el asunto, en un país asediado por graves problemas, es mera anécdota.
Tal vez se equivocan. En primer lugar porque el kirchnerismo es una corriente política inorgánica solo perimetrada por la emocionalidad explícita de los adherentes (como el peronismo, al cual el kirchnerismo pertenece con intermitencias) que carece de la más mínima estructura por debajo de quien ejerce el poder vertical y omnímodo. Siempre son voceros espontáneos sin cargos partidarios -no los hay- quienes dan pistas del latir supremo. Jamás enmendados, ellos mismos insinúan el derrotero en armonía con formas que antes o después la líder corroborará. "Hay que tenerle miedo a Dios y a mí, un poquito", dijo en otra jornada de amonestaciones a funcionarios, allá por septiembre de 2012, frase que, como se puede apreciar en Youtube, también consiguió un fervoroso aplauso de los destinatarios. En otras ocasiones la líder se dirá sonrojada por lo jóvenes que se tatúan en el cuerpo la mismísima efigie de ella o la de su difunto esposo en el cuerpo, pero omitirá cualquier responsabilidad en la construcción del fanatismo.
Sindicalista combativa que en su vivienda del edificio Kavanagh era vecina de Martínez de Hoz y en la Asociación de Aeronavegantes lucía sendas fotos abrazada en una con Graciela Fernández Meijide y en la otra con Lorenzo Miguel, Castro misma es una parábola del kirchnerismo. Aparte de su devoción por Rosas, de cuna y de sangre, la temperamental azafata, que superó turbulencias durante 21 años, dio varias vueltas al mundo y acopió decenas de anécdotas aeronáuticas (hasta presentó en un Jumbo a Borges con Plácido Domingo), no tuvo en los 70 militancia política alguna, una singularidad que su paso juvenil por la efervescente Facultad de Filosofía y Letras acentúa. Ya cuando como diputada colocó una bandera de Estados Unidos en el estrado del presidente de la cámara para ironizar en contra del voto peronista a una ley exigida por el FMI mostró su dominio de los golpes de efecto. El anteúltimo lo dio hace poco más de dos meses al renunciar de manera estentórea a un cargo para el que no había sido confirmada, la embajada en Moscú, renunciamiento que concertó con quien la había designado, que no eran ni el presidente ni el canciller sino la vicepresidenta. La recuperación para la diplomacia argentina de quien ya había sido durante cuatro años embajadora en Londres apareció cancelada por una cuestión de principios.
Castro explicaba en una larga carta que no podía subordinarse a esta cancillería (a la que su designación ya le había pasado por encima), que ataca junto con "gobiernos de ultraderecha" de otros países a Venezuela. La carta repudiaba el Informe Bachelet y le cantaba loas a la "democracia" de Maduro.
Ser sumisa, contra lo que podría suponerse de alguien que promueve la sumisión, nunca fue lo suyo, pero por algún motivo aún no se le había ocurrido recaudar aplausos para Fernández Meijide cuando integraba su lista, con la que llegó a diputada. Castro, eso está claro, admira el "modelo" chavista desde que lo conoció a Chávez, creencia, hay que reconocerlo, coherente con la idea de marcar al que no aplaude.
© La Nación
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