Por Juan Manuel De Prada |
El Año Nuevo nos trae anhelos de cambio que, con frecuencia, se quedan en agua de borrajas. Y también nos trae la conciencia melancólica del lento acabamiento de nuestra pobre vida mortal. Este Año Nuevo, además, la promesa de nuevos horizontes y la remembranza del tiempo ido se tiñen de meditaciones sombrías, porque la plaga que padecemos nos augura un futuro espinoso y nos deja un saldo de pesadumbre, porque tal vez nos haya arrebatado algún ser querido, o nos haya dejado sin trabajo, o siquiera haya minado nuestras fatuas seguridades, confrontándonos con la fragilidad de nuestra pobre vida mortal.
Pero estas reflexiones sobre la vida que viene y la vida que se va no deben oscurecer la reflexión sobre la vida que todos poseemos, que es precisamente la vida que nuestra época pretende que olvidemos, para mantenernos atrapados en el carrusel donde se agolpan en batiburrillo desquiciante los disfrutes vanos de la vida que viene y las angustias abismales de la vida que se va. A esta vida que todos poseemos se refería Pedro Antonio de Alarcón en una hermosa meditación de Año Nuevo, escrita hace más de siglo y medio, que conserva toda su vigencia, porque habla de una realidad imperecedera. Y por ello mismo le cedo hoy mi tribuna, para que siglo y medio después permita meditar también a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan:
«Figuraos que ayer, día 31 de diciembre, a eso de las once de la noche, volvisteis a la antigua maña de pensar en la brevedad de la existencia. Figuraos que además estabais tristes, porque habíais perdido para siempre alguna prenda adorada (la madre que rizaba vuestros cabellos cuando niño, o el padre que os explicó la naturaleza, o la mujer que iluminaba vuestra alma, o el amigo que hospedabais confiados en lo más íntimo del corazón). Figuraos, en fin, que aún eran los tiempos del romanticismo, en que se estilaba ir a llorar de noche a los cementerios, y que vos erais romántico y os dirigisteis allá a la vaga luz de los luceros…
»Pasemos por alto el frío que anoche haría a esa hora fuera de puertas, y supongamos que os sentasteis en una sepultura, en la sepultura querida, y que fijasteis los ojos en el cielo. […]
»El cielo, infinito y transparente; la tierra, oscura y limitada; la capital de los vivos, que dejasteis a vuestra espalda bailando y echando los años; la capital de los finados, tan inmóvil y silenciosa como si no la habitara nadie; la poca historia que habéis leído y la mucha poesía que tenéis en el alma…, todo se agolpó en aquel momento a vuestra imaginación, y empezasteis a pensar en cosas tan grandes y extraordinarias, que la lengua no tendría palabras para verterlas…
»Las almas de los muertos, encarnando en vuestra memoria (permitidme la frase), vagaban entre vos y el cielo, y lágrimas ardientes bañaban vuestras mejillas. Todo el amor, toda la caridad, toda la virtud que economizáis en el mundo, y la justicia que echáis de menos en la tierra, daban gritos por salir de vuestro corazón… Ello es que sollozabais sin saber por qué.
»—¡No han muerto, no —decíais—, ni los seres que lloro ni las virtudes que no practico! ¡No han muerto ni mi fe, ni mi entusiasmo, ni mis padres y maestros, ni mis amigos y mis amores! ¡No han muerto, no, mi inocencia, mi esperanza, mis creencias, mi alma, en fin! ¡Mentira y vanidad es cuanto ansié en la tierra: mentira y vanidad aquella vida; mentira y vanidad son el poder y las riquezas y los honores; pero mi alma, pero mi llanto, pero mi Dios no son ni vanidad ni mentira!
»Supongamos que en este momento dieron las doce los relojes de Madrid. ¡Era Año Nuevo! Pero los muertos no añadieron un guarismo a la losa de su sepultura, ni los astros brillaron más ni menos que el día de la Creación. Entonces dijisteis:
»—Para las tumbas y para el cielo, el tiempo no tiene medida. El alma carece de edad; y, mientras caen deshechos los ídolos de barro que erige la soberbia del hombre, el espíritu se purifica en el destierro para asistir al banquete de la Inmortalidad. El tiempo es el verdugo del que duda y el amigo del que espera.
»A lo que añado yo:
»—La división del tiempo significa miedo a la muerte. Para el alma no hay más siglos, ni más años, que una noche de miedo y un día de gloria y bienaventuranza. ¡Si hoy nos cercan las tinieblas, esperemos confiados la aurora del nuevo día!».
Feliz Año Nuevo y feliz aurora del nuevo día para todos los amigos de XLSemanal que esperan.
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