Por Roberto García |
Si existieran los flippers, Alberto Fernández sería esa bola de metal que golpea incesante en obstáculos diversos, produce sonidos y luces, parece por momentos que suma puntos. Pero los juegos mecánicos ya se extinguen, caducan y, por supuesto, el mandatario nunca dispuso de las habilidades del astro de la envejecida opera Tommy (The Who). Y cada vez baja más de categoría en la época virtual: no está para campeonar.
Ese subdesarrollo se aprecia en la improvisada ilusión de la vacuna rusa, apelación frustrada a su ansiedad, y a la pérdida de peso en su balanza con la vicepresidenta. A un resignado desbarranco. Difícil fin de año, sombrío amanecer de 2020, aunque todo pasa, como le dirá alguno de sus fieles embarcado en la lectura de las obras completas del ex titular de la AFA, Julio Grondona.
Informal, Rusia le arrancó la dentadura al argentino cuando Putin anunció que, por ahora, la vacuna no garantiza indemnidad sanitaria a los mayores de 60 años. “Ni a mí mismo”, confesó. Justo cuando en Moscú se instalaba una delegación con Carla Vizotti, cuatro altos funcionarios de la Anmat, una licenciada en otros rubros y algún espontáneo, para traer un lote inservible de antídotos –por ahora– para los veteranos más vulnerables. Eso sí: se cumplía con la promesa de Fernández para disponer de vacuna antes de concluir el fatídico 2020 por la generosidad de un Putin que habilitó la entrega de su propio stock, no demasiado reclamado por sus ciudadanos poco creyentes, y burlando ciertos preceptos constitucionales que impedirían sacar de Rusia cualquier ampolla antes de que fuera inoculado el último ciudadano de ese país. No solo se saltea esa restricción, falta todavía un sostén técnico internacional que le reconozca efectividad al producto. Por no hablar de otros menesteres, del embalaje a la reserva de frío o a la carencia de vidrio suficiente para envasarla. Demasiada premura y cierta irresponsabilidad, quizás para cubrir angustias personales.
Inclusive para superar diferencias dentro del propio gabinete. Como se sabe (al menos, quienes han leído estas columnas), la alternativa rusa apareció por obra y gracia de un productor de cine, Fernando Sulichin (socio de Oliver Stone, aventajados en conseguir aportes de las administraciones progresistas para sus emprendimientos en la pantalla), quien por haber realizado un documental sobre Putin se atrevió a mediar para que la Argentina pudiera importar la Sputnik.
Aprobó Cristina, quien conocía al cineasta y hubiera deseado que se ocupara del film de su hija Florencia. Más se entusiasmó Fernández, solo manifestó reservas el ministro González García, a quien le imputaron intereses con otros laboratorios (como si esos laboratorios no hubieran estado siempre con los Kirchner). Igual el Gobierno unificó personería (a pesar de que el Presidente y su ministro se envolvieron en escandalosas discusiones), se hizo cargo y avanzó –al margen de otras mezquindades– en la variante Putin mientras se descalabraban otras (AstraZeneca y la china, por ejemplo). El tiro del final no salió como se esperaba esta semana, tal vez la peor desde que llego al Gobierno: un descrédito monumental, versiones de cambios, siempre en la primera fila Aníbal Fernández debido a que lo llevaron a charlar a Olivos.
Para colmo, contra las cuerdas, Alberto se descolgó de cualquier otra aventura. De la propia, por obligación, no por convicción. Como es público, convocó hace cuatro días a una reunión con intendentes de la provincia de Buenos Aires en su despacho con la excusa de fijar precios máximos a ciertos cortes de carne. Cuando uno de los invitados (Mario Ishii) preguntó: ¿cuáles son los cortes?, no hubo respuesta. Nadie sabía del gabinete. “Le vamos a preguntar a Kulfas, él nos dirá en un par de días”. Entonces surgió la razón verdadera del encuentro: el propio Fernández les rogó a los jefes distritales que apoyaran la candidatura de Máximo Kirchner para presidir el partido peronista en la Provincia. También se sabía que esa demanda le había llegado a todos hace más de un mes, el último en reclamarla había sido el ministro Wado de Pedro al alcalde Fernando Gray de Esteban Echeverría, vice del partido. Hubo rebote, fracasó la iniciativa, los intendentes –considerándose albertistas– replicaron: solo votamos a favor de Máximo si antes de fin de año se habilita la reelección de los intendentes. Pausa, tensión. El estancamiento lo obligó a sucumbir a Alberto con un minué que lo desfavorece: intercedió ante sus interlocutores para que aceptaran la exigencia de Cristina.
Pequeño conciliábulo y la respuesta: “Si lo pedís vos, el Presidente, vamos a apoyar”. Palabra de Gustavo Menéndez, a cargo de Merlo y titular del PJ. O sea: si no peleás vos, no vamos a pelear solos, no somos kamikazes. En todo caso, vamos a negociar los cargos que se van a imponer luego de Máximo, el dos, el tres, etcétera.
Un intríngulis también para Sergio Massa, a quien más de uno piensa en un desplazamiento futuro vía un antiguo favorito de Cristina: Martín Insaurralde. Y así se fueron los barones, confusos y preocupados, sometidos a la amenaza futura de La Cámpora para reemplazarlos.
Mientras Alberto parece cada vez más cerca de semejarse a dóciles como Héctor J. Cámpora o Daniel Scioli, Cristina, junto a su hijo Máximo, persiguen la utopía de ser Eduardo Duhalde, dominar de punta a punta el territorio bonaerense al estilo Rosas. Curiosamente, lo que ella antes despreciaba y consideraba una mafia antidemocrática. Ahora piensa distinto y para distinguirse exaltará la figura de Axel Kicillof, su figura y desempeño, casi un anticipo del candidato presidencial que imagina para 2023.
Quizás, para ella, Alberto ya es descartable y no goza de su confianza, considera que ciertos medios que la hostigan se ven en demasía con colaboradores de Alberto.
Por más que en ocasiones se fotografíe con él, ya se aburrió de perdonar.
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