Por Javier Marías |
Hoy me van a permitir una despedida, espero. No todavía de ustedes, aunque ese momento lo atisbo cada vez más cercano por numerosas y variadas razones, sino de lo que me he traído entre manos desde enero de 2018 hasta ayer, para mí 25 de octubre, y que, como no es difícil adivinar, es una nueva novela de las que vengo escribiendo cada tres años o así. Mientras uno brega con ella, cada una le parece la más improbable, la más absurda y la que cuenta con menos posibilidades de prosperar. De concluirla, ninguna posibilidad.
Por supuesto hablo por mí, otros autores a los que envidio avanzan con gran seguridad, e incluso prevén una fecha concreta para la publicación, hasta el punto de que sus editoriales las programan con inverosímil antelación, a sabiendas de que tal o cual novelista cumplirá a rajatabla y no fallará ni titubeará. No es mi caso, como he explicado en otras ocasiones.
Pero esta novela recién acabada ha sido en verdad especial. A falta de corrección, revisión, pulimiento, probables supresiones y podas que disminuirán su volumen, ha resultado ser la más extensa de todas, más que el tercer volumen deTu rostro mañana, de 2007 y titulado Veneno y sombra y adiós, que alcanzó 656 páginas mecanografiadas con mi anticuadísima Olympia Carrera de Luxe, sin la cual me temo que no sabría ni redactar. A diferencia de la mayoría, que hoy llena folios o tuitea sus vicisitudes y quebrantos con puntualidad, soy de una escuela periclitada, que tenía en alta estima la sobriedad y el pudor. No por “cobardía”, como se dedican a afirmar para darse pisto cuantos entregan diarios y novelas confesionales autobiográficas o de “autoficción”, relatando sus miserias, inquinas y penas, respetables, pero tan parecidas a las de cualquier vecino que carecen a menudo de interés —para mí, claro está—.
(Hace poco le leí a uno de esos plañideros que las obras de imaginación eran un resabio burgués del franquismo, algo así; ignoraba yo que la influencia de nuestra dictadura hubiera afectado retroactivamente a Dickens, George Eliot, Jane Austen, Flaubert, Dumas, Stevenson y Galdós, por mencionar sólo a decimonónicos.)
No, lo que impele a los de esa vieja escuela es más bien el afán de no importunar, de no dar la tabarra a otros con nuestras penalidades y cuitas particulares, que no vemos únicas ni excepcionales. No sé, ¿no rehúyen ustedes a esas personas que, en cuanto las vemos, nos sueltan su catarata de calamidades y desventuras, y las aderezan con consideraciones sobre lo terrible e injusto que es nuestro mundo? Se desahogan y se lamentan, y nosotros no somos más que su recipiente, intercambiable por lo demás. Yo las huyo bastante, la verdad, a no ser que se trate de alguien muy querido y muy próximo. No entiendo, por tanto, la afición actual de bastantes lectores a compadecer a individuos pelmazos y sin consideración. No voy a entrar, así pues, en mis dificultades personales para escribir esta nueva novela. Basta con recordar las evidentes, que compartimos todos desde el pasado marzo. Y no me refiero sólo a la plaga, sino a los espantosos gobernantes que nos han tocado en este periodo. Visto el continuo empeoramiento de la situación, no sé cómo ninguno se mantiene en su cargo, y encima con una sonrisa en los labios y sin pestañear.
Quienes no las escriben no pueden imaginar del todo la compañía que da una novela en marcha. No es sólo que uno tenga una tarea pendiente que nos presta una imaginaria razón para levantarnos y recorrer el día. Es que ese trabajo posee la inapreciable virtud de absorber y abstraer. Ya la realidad tiene facetas insatisfactorias en circunstancias normales, y uno agradece sustraerse a ella durante unas horas y convivir con unos personajes de ficción. También eso está al alcance de quien lee, o ve películas (clásicas preferiblemente), pero no es comparable —o dura mucho menos— a inventarlos y hacerlos desarrollarse, opinar, sentir, reflexionar y hablar. Sin duda son un refugio, o una evasión, esa palabra que tan mal vista estuvo en un tiempo y que alarmantemente empieza a volverlo a estar, cuando sólo los muy pragmáticos y los muy doctrinarios no precisan de refugio ni de evasión. Así que a partir de mañana me sentiré más desamparado, algo vacío, y sin eso tan fundamental que he mencionado, una imaginaria razón para levantarme y demás.
“Ponte con otra”, me aconseja algún bienintencionado. También envidio y admiro a los colegas que guardan en su cabeza diez historias y no tienen más que elegir, como quien opta cada mañana por una camisa. No, sé que me costará y tardaré, si es que un día me veo con ánimo para teclear la página 1 de un nuevo proyecto. Así, no me queda sino despedirme de las 705 que ahora he completado (seguramente se reducirán), y decir: “Adiós, Tomás Nevinson y adiós Celia Bayo, Inés Marzán y María Viana, adiós Bertram Tupra y adiós Berta Isla, que ya dio título a mi novela anterior. Adiós a 1997 y 1998 —otra vez—, y a la ciudad que existe y no existe, o que es mezcla de varias, en que transcurre principalmente la acción. Adiós a su mundo fabulado, a sus campanadas y nieblas, a su río y al largo puente que lo atraviesa, por el que todavía pasa algún carro impertérrito, como si perteneciera al tiempo sin tiempo, que es justamente el de la ficción”.
© El País Semanal
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