Por Marcos Novaro |
Tras la primera carta, la que escribió y firmó Cristina, se habló mucho de la oportunidad que tenía Alberto de independizarse y abandonar el curso de radicalización que había ido adoptando desde el inicio de la pandemia. Como parecía que la vice lo estaba autorizando a hacer la suya, algunos creyeron que él iba a tratar de gobernar solo y hacerlo con más moderación y sentido común. Se quisieron ver, a continuación, en los gestos de Guzmán en pro de limitar gastos y amigarse con los empresarios y el Fondo, el germen de esa salida moderada que estaría intentando por sus propios medios Alberto.
Después de la segunda carta, la que escribieron los senadores oficialistas y que Cristina supervisó, esas esperanzas se evaporan. La carta en sí es toda una señal de lo que es el Frente de Todos, un arco peronista variopinto, cierto, pero donde la música y la letra la pone el kirchnerismo puro y duro. Y más que la carta, lo que cambió el clima político estos últimos días, fue el coro que la acompañó. Las señales múltiples e inequívocas, desde todos los sectores oficiales, Massa, Máximo y el propio presidente, de que si hay ajuste va a ser no en reemplazo sino en el marco de un manejo estructuralmente desequilibrado de las cuentas públicas y para tener más recursos que repartirle a la tropa y la base propia.
Va a haber más impuestos, sobre todo a los ricos y las empresas, y menos gastos, sobre todo para jubilados, que votan mayoritariamente a la oposición, y porteños, que hacen otro tanto. Y se va a usar lo que se ahorre y recaude para gastar más, todo lo que haga falta, en la base electoral oficialista.
Eso es lo que explicó Alberto en sus dos intervenciones de los últimos días, y que acompañaron las tomas de posición de sus superiores, los verdaderos accionistas del gobierno que él administra.
Luego de que Massa y Máximo anunciaran que el ajuste no iba a pasar por Diputados, y que habría impuesto a la riqueza, Alberto explicó que para ahorro ya se estaba ahorrando lo que no se pagaba de deuda, con eso debía alcanzar. Y tras la carta de los senadores, agregó: esta vez el ajuste no va a ser a costa de los humildes sino de quienes especularon. Tal vez, los jubilados no se hayan percatado, pero estaba hablando también de ellos. Más aval que eso a lo que estaban haciendo sus legisladores no podía esperarse.
La pretensión de “proteger a los que menos tienen”, porque “los últimos deben ser los primeros” es su marca de identidad. Claro que, con su método, no va a hacer mucho por ellos. Porque la devaluación del peso y la aceleración inflacionaria seguirán horadando lo que quedó de la economía popular después de la cuarentena eterna. Pero lo importante para Alberto no es el resultado, sino el camino, no es la economía, sino la política: que nadie pueda decir que fue él quien le sacó el pan de la boca a los necesitados, que los culpables sean los mercados, los especuladores, los capitalistas codiciosos, en suma, los malos de siempre, con el razonamiento trillado pero aún vigente de que “la política peronista te da lo que los mercados te quitan”.
Y puede que vuelva a funcionar. Políticamente, que es lo que importa. Porque podrán encarar las elecciones con el argumento de que quien perjudica los bolsillos de los sumergidos no son ellos, pues hacen lo posible por llenarlos de billetes, son los otros, los que “especulan y se fugan de la moneda”, “los que suben los precios”, “los egoístas que no quieren ganar menos”, en suma, todos los que hacen que esos billetes valgan cada vez menos, y ya casi nada.
Claro. Por más que el eventual éxito político vaya acompañado de un desastre económico, no hay forma de que ni el presidente ni sus socios aprendan algo. Desde su perspectiva cerrada del problema, los hechos no hacen más que darles la razón.
De otra manera no se entiende que estén insistiendo hoy, frente al Fondo, con la misma receta que les falló, la última vez, en agosto. Cuando después de mil vueltas y tironeos inútiles cerraron el acuerdo con los bonistas privados, y creyeron que iba a suceder lo que ahora dicen que sucederá cuando vuelvan a postergar el resto de los compromisos de pago externos: como se dejaban de pagar intereses y capital por un buen tiempo, habría más plata para gastar, en planes sociales, obras, salarios públicos, lo que sea, y todo eso reactivaría la economía. No han tomado mínima nota de que sucedió lo contrario: como siguieron gastando muy por encima de lo recaudado, se agudizó la desconfianza en la política económica, los pronósticos de déficit, inflación y devaluación para el año próximo empeoraron, los bonos viejos y nuevos se depreciaron y más empresas y particulares corrieron aún más desesperados a buscar refugio en el dólar, en vez de invertir y consumir. Resultado: a las pocas semanas estábamos igual de mal, o peor, que cuando se negociaba con los bonistas.
El problema de fondo es la enorme distancia que existe entre lo que el gobierno cree que está haciendo, y lo que hace. Entre el círculo vicioso de desequilibrios y desconfianza en que está atrapado, y que realimenta con cada paso que da, y el círculo virtuoso del “gasto multiplicador” que cree que siempre le va a funcionar, porque está convencido de que le funcionó maravillosamente en la década pasada, así que opera como una suerte de receta mágica indiscutible.
Así, cuando encara la negociación con sus acreedores, cree que simplemente está ahorrándose plata. Pero lo que hace es destruir la poca confianza que puede todavía concitar. De modo que, lo que se ahorra por un lado al dejar de pagar intereses, es menos de lo que pierde por otro, en fuga de capitales, desaliento al consumo y aliento a la dolarización, incertidumbre que retrae aún más las inversiones, y como frutilla del postre, endeudamiento en bonos dolarizados que triplican el pago de intereses que habría que afrontar si se hicieran las cosas bien. O si se hubiera pedido desde el principio que el Fondo completara el financiamiento que comprometió para el país.
Los optimistas no se resignan, y dicen ahora que todo esto es pour la gallerie, y Alberto y Guzmán van a hacer los deberes, disimuladamente, mientras se congracian con su público, despotricando contra el capitalismo financiero, seguirán poniendo pasito a pasito y con el menor ruido posible las cuentas en orden. Y el Fondo mismo así lo va a entender, o al menos va a seguir pensando que arreglar con ellos es la mejor opción que tienen, aunque no los conforme. Así que se resignarán a firmar el mejor acuerdo posible.
Puede que esto sea así, pero difícilmente va a alcanzar para evitar nuevas olas de desconfianza, corrida tras el dólar y agudización de la crisis. Y cuando esto suceda, mientras más cerca estemos de las próximas elecciones, menos barreras habrá para la radicalización.
Esta vez el gobierno detuvo el endurecimiento del cepo y al menos hizo gestos de querer reconciliarse con mínimas reglas del capitalismo, porque creyó tener margen para la ambigüedad. Cuando el año próximo las encuestas lo tengan en vilo, será mucho más fuerte la tentación de recurrir a expedientes más directos y más fáciles de conciliar con sus necesidades políticas: cerrar del todo los mercados, controlar los precios, volver por completo ilegal la compra de divisas, perseguir a los exportadores y repartir lo que no hay. No es el plan de Alberto ni de Guzmán, pero tampoco era el de Néstor y Cristina cuando esta historia empezó.
© TN
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