Por Gustavo González |
Es cierto: no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.
La Argentina vive en una ensoñación de pasado, una añoranza indescifrable por realidades que en verdad nunca existieron.
Idealizar el ayer tiene un doble efecto paralizador sobre el hoy: en la comparación, el presente siempre pierde; y al tratarse de un recurso fantástico de la memoria, construye presentes contaminados de irrealidades y futuros imposibles.
Añorar viene del catalán “enyorar” y este procede del latín “ignorare”, que es ignorar, no saber, que en el lenguaje oral fue derivando a no saber de alguien, a no tener noticias y, finalmente, a extrañar.
Añorar-ignorar lo que pasó es un problema, pero añorar-ignorar lo que nunca pasó es una patología. Y en la Argentina estamos inmersos en patologías similares que oscurecen cualquier análisis.
Pasados perfectos. Añoramos, por ejemplo, una Justicia independiente. ¿Cuándo sucedió? ¿Cuándo los jueces designados por las dictaduras fueron independientes de los militares? ¿Cuándo los designados por radicales, peronistas y macristas tuvieron independencia absoluta de sus padrinos? En los 90, una encuesta de Noticias les preguntó a los jueces si la Justicia era independiente. Las respuestas eran anónimas, y la enorme mayoría respondió que no.
Siempre hubo y habrá jueces probos e independientes, pero esa nunca fue la característica central del Poder Judicial, en especial del fuero Federal. El lawfare del que el kirchnerismo tanto se queja en realidad es la pelea por quién controla el lawfare.
Otra nostalgia artificiosa es la de una Argentina sin corrupción política. Pero los casos de corrupción siempre existieron, lo que cambió fue el poder de los medios para investigarlos y denunciarlos. Y tanto ayer como hoy, salvo contadísimas excepciones, los políticos corruptos no van presos.
En pos de añorar, también se añoran las buenas épocas políticas y económicas.
Las primeras serán difíciles de encontrar, porque la incertidumbre social, la violencia política y los golpes de Estado fueron una constante de nuestra historia.
Los recuerdos de un país más próspero son más razonables, porque sí existió. Aunque se llega al extremo de repetir que a fines del siglo XIX se tuvo el PBI más alto del planeta. (Imposible confirmarlo: las primeras cifras sobre PBI aparecieron en 1946. En cualquier caso, se refieren a un supuesto PBI per cápita, en un país que era “granero del mundo” y tenía escasos habitantes).
Más cerca en el tiempo, se podría aceptar que a mediados de los 70 los índices económicos mostraban un país floreciente y que desde entonces ningún gobierno logró crecer más de dos años seguidos (salvo Menem, que lo hizo por cuatro años y Néstor Kirchner, por cinco años).
Aun así, la década de los 70 como lugar idealizado de la memoria tampoco nunca jamás sucedió. Fue de una violencia inédita y estuvo cruzada por un terrorismo de Estado que dejó miles de muertos. Un país invivible incluso visto desde la peor pandemia de la historia.
Hay quienes atravesaron aquella época siendo jóvenes y añoran esos años recreando supuestas resistencias furibundas a las dictaduras. A veces, las recreaciones míticas son producto de la culpa: quienes no pudieron, no supieron o no se atrevieron a enfrentar a los militares se colocan en extremos discursivos en los que no se encuentran quienes sí los enfrentaron.
Negaciones. Hoy, votantes y no votantes de Alberto Fernández comenzaron a añorar otro pasado inexistente. El del Presidente como líder indiscutido del frente electoral que ganó las elecciones, en lugar de aceptar lo que sí ocurrió: Fernández fue la cabeza de lista de una alianza en la que su vicepresidenta fue quien lo designó y quien sumó el mayor caudal de votos para alcanzar el triunfo.
Quienes se indignan porque el jefe de Estado les cedió y les sigue cediendo ministerios o puestos clave a dirigentes cristinistas o porque intenta conciliar con ella las estrategias políticas parten de aquel falso supuesto.
¿Cómo pedirle a la memoria que deje de hacer trampas con lo que ocurrió hace décadas, cuando se sucumbe al autoengaño de no aceptar lo que pasó hace un año? Esa negación se escucha en colaboradores cercanos al propio mandatario, que protestan porque Cristina les marca la cancha con cartas críticas (“funcionarios que no funcionan”) o con mensajes que cuestionan el ajuste fiscal del ministro Martín Guzmán o critican al Fondo Monetario en medio de las negociaciones. Y sufren porque después el Presidente debe hacer malabares para asumir como propias las posturas del sector más duro del oficialismo.
¿Qué otra cosa se imaginaban que iba a pasar? ¿Que en estos diez meses de gestión Alberto terminaría reemplazando con funcionarios propios a los que designó la socia mayoritaria del espacio? ¿O incluso que se hubiera divorciado legalmente de ella?
Cristina no existe. La oposición también parece añorar/ignorar la realidad. Aunque en su caso la desmemoria puede funcionar como una herramienta política: desconocer que el Presidente es una parte fundamental (pero solo una parte) de una coalición liderada por el cristinismo le permite remarcar a cada paso la idea de un mandatario “Chirolita”, títere de la ex presidenta.
Negar el derecho protagónico de Cristina Kirchner sobre el Gobierno es otra forma de añorar lo que nunca jamás sucedió. Guste o no, Cristina ganó las elecciones de 2019 aportando millones de votos para que Alberto y ella volvieran al poder. Quienes se quejan de su protagonismo quizá lo hacen porque no pueden aceptar que una mujer tan cuestionada por amplios sectores y multidenunciada por corrupción haya sido elegida nuevamente por millones de argentinos que creen haber sido beneficiados por sus gobiernos. O porque entendieron que, más allá de cualquier denuncia o errores pasados de gestión, nada podía ser peor que otros cuatro años de Macri.
Reclamarle al Presidente que se olvide de su historia reciente forma parte de los deseos imaginarios del anticristinismo. Pero desde el análisis político, es imposible olvidar que Alberto aportó un ¿15%? del 48% con el que triunfó.
Un porcentaje que resultó esencial para ganar, pero que no deja de ser minoritario.
Sus esfuerzos por no confrontar con su socia mayoritaria, por negociar intelectualmente con sus voceros mediáticos y por sus continuos ejercicios sofistas para justificar a unos y otros son parte de su reconocimiento a no añorar otra cosa que lo que de verdad pasó.
Dar de nuevo. No hay dudas sobre lo que pasó. Las dudas son sobre lo que vendrá. La duda es si la gestión de esta primera alianza multiperonista de poder dará resultado. O si, más allá de su origen, las tensiones de la convivencia, de la pandemia y de una crisis histórica obligarán al Presidente a repensar la construcción de su poder.
Pero en ese caso no se tratará de un rapto de amnesia, de haberse olvidado de dónde vino, sino de una necesidad de supervivencia política que lo lleve a barajar y dar de nuevo.
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