Por Gustavo González |
Tengo una perra que persigue por igual a las mariposas y a las sombras de las mariposas. Las persigue con una obsesión casi enfermiza. Yo trato de explicarle que cazar mariposas puede ser difícil para ella, pero cazar sombras de mariposas va a seguir generándole frustraciones por el resto de su vida. Pero cuando se pone así es como hablarle a la pared.
Sin embargo, a veces pienso que el equivocado soy yo, que la perra lo que quiere es ejercitar su instinto cazador y que, en pos de eso, crea sus propios enemigos imaginarios para perseguirlos. Que sería otro tipo de patología, pero una no muy distinta a la que padecen tantos argentinos.
La enfermedad de la pelea. Esta semana, con la muerte de Maradona, esos argentinos encontraron una nueva oportunidad para generar nuevos fantasmas con los que pelear.
Así, una figura que logró cruzar toda grieta social y económica tanto cuando jugaba al fútbol como al unir en el dolor a sectores tan distintos, de pronto se convirtió en una nueva excusa para ejercitar ese instinto nacional por la confrontación.
Con el diario de hoy se puede decir que el plan del Gobierno para velar al ídolo en la Casa Rosada salió mal. Ya sea porque intentó aprovechar políticamente ese evento o porque solo intentó darle el marco adecuado a la despedida del mayor ídolo nacional, lo cierto es que haber supuesto que un millón de personas podrían ingresar al velatorio en pocas horas marca un grave error que pudo haber terminado mucho peor de lo que terminó.
La decisión de velar allí a Maradona puede ser debatible, pero no parece irrazonable por sí misma: reflejaría empatía institucional con una sociedad de luto por la muerte de quien, para una mayoría, representa lo mismo o más que personalidades como Gardel, Evita, Perón, Alfonsín o Kirchner.
El problema fue haber supuesto que ese velatorio se podría desarrollar normalmente en menos de tres días. Si la familia se oponía a que el evento se extendiera más allá de unas horas, entonces la opción tendría que haber sido otra: por ejemplo, un velatorio privado y otro público y móvil que recorriera las calles de la ciudad y del Conurbano hasta el cementerio.
En cualquier caso, la organización de un evento al que concurriría una multitud conmocionada merecía un delicado trabajo logístico para que no se saliera de control. Y un máximo esfuerzo para requerir cuidados sanitarios en medio de la pandemia.
No haberlo hecho preanunciaba lo que pasó cuando se le pidió a la policía que cortara una fila de ingreso a la que se continuaban incorporando miles de personas.
Lo que siguió después encaja bien dentro de lo que se puede esperar de un país aún en estado de grieta.
Doloridos manifestantes transformados de pronto en violentos ocupantes de la sede presidencial. Calles convertidas en campo de batalla entre uniformados y civiles. Fuerzas de seguridad achacándose responsabilidades mutuamente. El ministro del Interior reclamándoles a los funcionarios porteños que frenaran la represión. Los funcionarios porteños acusando a la ministra de Seguridad por impericia y falta de ética. La ministra de Seguridad respondiendo que la Ciudad hizo lo que quiso. El Gobierno iniciando una causa judicial contra Rodríguez Larreta por los delitos de abuso de autoridad, intimidación pública y abandono de persona. Rodríguez Larreta apuntando al Gobierno. El oficialismo sosteniendo que el macrismo demostró una vez más lo parecido que es a las dictaduras. La oposición afirmando que la culpa de todo la tuvo Cristina porque impidió el ingreso de la gente cuando ella se acercó al ataúd.
Y, entre unos y otros, familiares, abogados y allegados al ídolo que se enfrentaban entre sí antes de que el cuerpo llegara al cementerio.
Así, un día que amaneció cubierto por un dolor que unía se volvió una nueva excusa para exacerbar diferencias. Esa rara enfermedad nacional capaz de convertir un sentimiento antigrieta en una nueva herramienta para profundizarla.
Santificación. Cuando la corriente vuelve a ir en esa dirección, hasta los dirigentes más moderados se convierten en cazadores de sombras, de adversarios imaginarios a los que culpar y vencer. Y detrás de los dirigentes políticos corren los intelectuales que, en lugar de ejercitar más el sentido crítico frente a unos y otros, eligen argumentar lo que sus referentes políticos y sus seguidores esperan de ellos.
Los medios también somos parte del problema.
Basta conocer la marca del medio para saber qué posición tomaron frente a los dichos de unos y otros. Cuando la información viene después del prejuicio, el periodismo se vuelve a convertir en otro campo de batalla. Ya ni siquiera tanto para controlar la hegemonía del relato, sino para tranquilizar a aquellos a los que reflejan, para que no se preocupen en buscar grises en la realidad. Simplificar hasta que duela.
La muerte de Maradona dejó al descubierto que muchos medios funcionan cada vez más como simples espejos de sus audiencias, y cada vez menos como estructuras profesionales de búsqueda de información y análisis de datos, críticos y pluralistas.
Esto se observó no solo en la forma en la que cada medio contó los desmanes y repartió culpas según el lugar en el que se ubican sus respectivas audiencias. También se vio en la forma en que se cubrió la muerte del astro.
Los títulos, crónicas e historias de vida que se escribieron mostraron la misma idolatría acrítica que el sentimiento popular mayoritario. Las sociedades tienen todo el derecho (y la necesidad) de tener sus ídolos. Las primeras comunidades depositaban en utensilios o estatuillas un valor mágico de adoración. Esos fueron los primeros ídolos.
Los ídolos cumplen un rol esencial en catalizar esperanzas y angustias sociales, en especial en aquellos sectores que pueden esperar poco del presente y del futuro. Pero el tratamiento periodístico sobre la muerte del mayor ídolo viviente de la Argentina volvió a mostrar lo difícil que es para todos contar sin perder el sentido crítico.
La imagen de periodistas llorando durante las transmisiones televisivas, el uso interminable de alabanzas para referirse a Maradona, la inexistencia de recuerdos críticos sobre él, de opiniones discordantes sobre su pasado, igualan a los profesionales de la comunicación con el sentimiento lógico de familiares, amigos y devotos.
Las personas tienen todo el derecho de convertir en santo a quienes deseen. Los periodistas, no.
Errores y disculpas. Creo que hay un hilo que une el relato mediático que santifica al mejor jugador de fútbol, con las santificaciones y demonizaciones fáciles que impone el pensamiento agrietado y que en estos días volvieron a reflejar los medios adheridos a cada uno de sus bordes.
Las sociedades necesitan ídolos, pero también de periodistas que informen con equidistancia y de intelectuales que no dejen de ejercer su sentido crítico. También necesita de dirigentes que, en lugar de repartir culpas, pidan disculpas. Aprendan de los errores. Y que, frente a la tentación de exacerbar las diferencias, elijan cada oportunidad que se presente para tender puentes y acercar posiciones.
Como a mi perra, la opción de seguir persiguiendo sombras nos sumará una frustración nueva cada día.
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