Por Arturo Pérez-Reverte |
Ya se van llenando otra vez, poco a poco. Ahora sólo hay en ellos una docena de libros; pero en los próximos meses esos estantes casi vacíos de mi biblioteca, situados a la izquierda de la mesa donde trabajo, contendrán volúmenes con puntos de lectura, marcas en las páginas y párrafos subrayados a lápiz. Son cuatro filas de 1,98 centímetros cada una, lo que supone ocho metros de libros; doscientos cincuenta, más o menos: historia, ensayo, viajes, memorias…
El material de consulta que durante el tiempo que empleo en escribir una novela me documenta, me informa, me acompaña. Después, una vez terminado ese trabajo, vuelven a sus lugares de origen en la biblioteca. Y empiezan a llegar otros.Pero no son sólo ésos. Algo más allá –ésos sí tienen lugar fijo– se encuentran el Espasa, la Enciclopedia Británica, el Summa Artis y los 50 tomos del Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia. Y a mi espalda, en otros siete estantes apretados, los libros de consulta inmediata, diccionarios, ortografías y gramáticas: Autoridades, RAE, Seco, Moliner, Casares, Corominas, Oxford Classical Dictionary, Oxford Latin Dictionary, Greek English Lexicon, viejos diccionarios clásicos de Vox, Petit Robert, Zingarelli, Langenscheidt y algunos más.
Son mi compañía diaria. Maestros y amigos. Y no se trata sólo del consuelo de alzar la vista y verlos mientras trabajo, ni de la satisfacción de recurrir a ellos para conocer o comprobar una fecha, un dato, la exactitud de una palabra. Es que los necesito para mi trabajo, a todos ellos. A veces para una consulta rápida, a veces para búsquedas complejas y nutritivas. También me son imprescindibles, porque el lugar de la casa donde escribo no tiene teléfono ni Internet. Tecleo de cinco a siete horas diarias en un ordenador desconectado del mundo, ajeno a Wikipedia, a Google y a todo eso. Y cuando necesito conexión, subo a donde hay otro PC abierto al mundo, más vulnerable, y lo utilizo. Pero el trabajo lo hago en esa parte aislada de la biblioteca. El lugar al que llamo, y es una vieja historia, La Bodega.
Sin embargo, tampoco tales compañeros, amigos y maestros, bastan para todo. A veces, cuando llego a un lugar complicado, uno de esos momentos en que todo se atranca y miras las teclas y la pantalla con desconcierto y desamparo, sin alcanzar con las palabras adecuadas la imagen, la situación o el diálogo que tienes o crees tener en la cabeza, no queda otra que buscar socorro. Y entonces, esperanzado, te levantas, subes a la parte de arriba de la biblioteca, donde están los autores literarios, y sin rubor ninguno, sin complejos, pides ayuda a gritos. A ver, maestro Conrad, maestro Galdós, maestro Pynchon, maestra Agatha, maestro Dostoievski, maestro Leonard, maestro Mann, maestro Hammet, maestro Stevenson… Vosotros o cualquier otro de los que estáis ahí, sacadme de este apuro, porque yo no puedo. Echadme una mano diciéndome cómo resolveríais el problema.
Y no fallan, oigan. Les doy mi palabra. Porque son sabios, generosos y me conocen desde más de medio siglo. Ven aquí, chaval, dicen. Abre esto o aquello y fíjate en lo que lees, porque a pesar de lo que creen los tontos y los soberbios, que a veces son los mismos, en literatura todo lo inventamos ya nosotros en los últimos tres mil años; y lo que algunos toman por nuevo es, simplemente, lo olvidado. Así que ven y lee, pequeño saltamontes. Y luego aplica tus propios recursos, si es que los tienes. Y tú, que puedes ser el más chulo de tu barrio, o no, pero sabes que sin humildad profesional no se va a ninguna parte en este oficio ni en ningún otro, obedeces a los que saben, y abres el libro; y por alguna maravillosa geometría de la literatura y la vida, la solución está ahí, a veces en la misma página por la que has abierto. Espléndida como un rayo de sol.
Es entonces cuando levantas la vista y dices, gracias, maestro, te debo otra de las muchas que te debo. Y bajas de nuevo a la bodega, y empiezas a darle otra vez a la tecla. Y de pronto, casi mágicamente, aquello que se negaba a pasar de tu cabeza al texto escrito empieza a tomar forma en éste como si siempre hubiera estado ahí, fluyendo con toda naturalidad. Y en una palabra, una frase, un párrafo, una página, resuelves por fin el problema técnico –contar bien una historia no es sino resolver con eficacia un problema técnico– que te traía por la calle de la Amargura. Y al cabo de un rato, cuando al fin le das a la tecla de imprimir, quitas el capuchón de la estilográfica y corriges con tinta azul lo escrito, intentando mejorarlo un poco, te preguntas si podrías explicar todo esto a los que preguntan cómo se escribe una novela.
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