Por Carmen Posadas |
Los quesos La Vaca que Ríe y Mini BabyBel ya no se venden en Turquía. Tampoco en otros países de mayoría musulmana, en los que se ha decretado boicot a los productos franceses tras el plan de Emmanuel Macron de hacerle frente al islamismo radical. También se han producido en diversas ciudades manifestaciones con ciudadanos enardecidos quemando banderas tricolores y fotos del mandatario galo. La decapitación del profesor Samuel Paty ha vuelto a traer a la actualidad un debate incómodo. Uno que muchos prefieren posponer o esconder bajo la alfombra, pero que Macron ha elegido encarar.
En su discurso, pronunciado a escasos kilómetros de donde se produjo el crimen, dijo que Francia debe combatir el separatismo islamista que busca crear un orden paralelo y luego anunció una ley contra esta deriva. «Hay en este islamismo radical una voluntad de contravenir las leyes de la República, una que lleva a la desescolarización de los niños, el adoctrinamiento, la negación de los principios de igualdad entre hombres y mujeres. Nosotros respetaremos todas las diferencias y el debate razonable en un espíritu de paz, pero no aceptaremos jamás los discursos de odio».
Si menciono estas palabras de Macron, no es para comentar la polvareda que han levantado. Tampoco para recordar que se trata de un tema altamente inflamable, tanto que, a la hora de escribir estas líneas, ha tenido lugar un nuevo atentado mortal en Niza. Lo que deseo resaltar es una cualidad política cada vez más necesaria en tiempos convulsos e inciertos como los que vivimos. La de la capacidad de liderazgo y la valentía política. Uno puede estar de acuerdo o no con la disposición que piensa poner en marcha Macron. Cabe incluso argumentar, y con razón, que es peligroso dar pábulo a que se cree una confrontación islam versus los valores de Occidente.
Pero igual de cierto es que en estos momentos y más que nunca se necesitan líderes capaces de afrontar los problemas, que son muchos y de diversa índole: sanitarios, económicos, sociales, de valores, etcétera. Lo que desde luego no necesitamos los ciudadanos son políticos erráticos que cambien de criterio cada diez minutos, tampoco figurones, trileros o malabaristas de la nada. Líderes que se peleen entre sí, que se peloteen las responsabilidades unos a otros, pío pío, que yo no he sido, y confina tú que a mí me da la risa. Y menos aún precisamos mandatarios que lo fíen todo a sus consejeros de imagen para que les indiquen qué disfraz o camuflaje deben adoptar ese día. O que les señalen qué principio deben traicionar y a qué baja pasión o a qué inconfesable interés de sus socios de gobierno deben apelar para que les aprueben esto o lo otro. Personajes cuyo mayor mérito es haber sabido convertir su debilidad parlamentaria en virtud a base de saltarse todas las reglas, normas y leyes, sabedores de que quien juega al fútbol cogiendo el balón con la mano, evidentemente, gana.
Y lo curioso es que no pasa nada porque, como una cacicada se ocupa de tapar la anterior, mañana nadie se acuerda de la tropelía de ayer; demasiado estupefactos estamos todos tratando de averiguar cuál será la siguiente. Se dice siempre que tiempos atribulados producen grandes líderes y ahí están como ejemplo las figuras de Churchill, De Gaulle o Roosevelt en la Segunda Guerra Mundial. Pero, como decía Karl Marx, a veces la historia se repite y otras le da por autoparodiarse o, peor aún, por caricaturizarse y, al menos en España, nos han tocado tiempos duros con los políticos más frívolos, cortoplacistas, onanistas e inoperantes que uno pueda imaginar. Por eso yo miro con envidia a los países de nuestro entorno. A Portugal, a Alemania, a Italia, a Francia. Todos tienen problemas y algunos muy serios, como lo que ocurre ahora mismo en Francia. Pero al menos en ellos da la impresión de que hay alguien al mando de la nave.
Alguien que vela por los intereses del país y no por ver cómo se las arregla para dar la impresión de estar haciendo algo cuando en realidad a lo único que se dedica –se dedican todos ellos– es al malabarismo político, al escapismo a lo Houdini y a crear cortinas de humo. Y cuanto más espesas, mejor porque solo así, piensan ellos, logran camuflar su inoperante mediocridad.
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