Por Manuel Vicent |
Tenemos cabeza, tronco y extremidades como la mayoría de los animales, incluidos los insectos más insignificantes; compartimos la mitad del genoma con un gusano llamado elegans, de apenas un milímetro; las neuronas de nuestro cerebro funcionan prácticamente como las del cerebro de la mosca del vinagre. Después de esto, hay tipos que aún sacan pecho y te dicen: oiga, usted no sabe con quién está hablando; en cambio, otros se deprimen al saber que para la naturaleza no hay diferencia sustancial entre un Einstein y un mosquito.
Solo los místicos aprovechan esta situación para expandir su alma hacia todos los seres vivos, hermano chimpancé, hermano lobo, hermana hormiga, hermana bacteria, y por ahí todo seguido hacia la hermandad universal que te lleva a amar a cada hoja de hierba, como canta Walt Whitman en sus poemas, a cada célula, a cada átomo, a cada partícula cuántica, que ya es y no es.
Pero de camino hacia la nada donde culmina la espiritualidad se encuentra el pulpo, que a uno le levanta la moral. El pulpo es, tal vez, el animal más inteligente de la creación, puesto que tiene nueve cerebros, uno en cada pata, conectados con un cerebro central. También tiene tres corazones que lo hacen un sentimental.
Un viejo marinero, Salvador, patrón de pesca con el que comparto una tertulia de verano me explica las hazañas que realiza el pulpo para sobrevivir y la extrema sabiduría que emplea para cazar y también para salvarse. Cuando la red de arrastre vacía el copo del pescado sobre la cubierta del barco los pulpos salen huyendo con suma rapidez en busca de los imbornales para volver al mar.
¿Cómo saben los pulpos la existencia de esos desagües? ¿Por qué no se confunden ni se atropellan? Son cosas de la vida que ignoran muchos intelectuales quienes a la hora de buscar la salida no utilizan el cerebro del pulpo sino el de la mosca del vinagre.
© El País (España)
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