Sigmund Freud
Por Sergio Sinay (*)
El desarrollo cultural muestra la lucha de la especie humana por la vida, explicaba Sigmund Freud hace noventa y un años en El malestar en la cultura, su obra más escéptica y desesperanzada. Previamente el padre del psicoanálisis definía como cultura al enorme cúmulo de energía empleada por la especie para poner a su servicio su medio ambiente, creando instrumentos que la protejan de la violencia de las fuerzas naturales y de su propia y natural agresividad.
Con herramientas y motores producidos por la desviación de la energía de Tánatos (instinto de muerte) hacia otros fines, el ser humano logró domesticar el fuego, crear la electricidad, comunicarse a distancia con sonidos e imágenes, atravesar distancias siderales en tiempos cada vez más breves, pisar otros planetas, conservar documentación de su propia historia en formatos cada vez más sofisticados, levantar ciudades y habitarlas, vencer a enfermedades que lo devastaban. También el desarrollo cultural le permitió, sin embargo, crear armas de destrucción masiva y otras con las cuales matar a sus propios semejantes y a seres de otras especies. El humano, una criatura inicialmente endeble y de dudoso futuro en este planeta, terminó creyendo que, como en un cuento de hadas, todos sus deseos son realizables y se siente, dice Freud, un dios-prótesis. Ya no le es necesario postrarse ante la sapiencia y la omnipotencia que antes asignaba a sus dioses. Se tiene a sí mismo.
La cultura es también reguladora de los vínculos sociales. Genera un orden por el cual ya no es posible dar rienda suelta a las pulsiones y deseos, apoderarse de los objetos del otro ni del otro como objeto, sometiéndolo al propio poder y a los propios designios. El desarrollo cultural es también la creación de las leyes, de las normas, de las reglas, del ordenamiento social en el que se desarrollará la vida humana (orden que incluye como reguladores a la justicia, la política, la economía e incluso la religión y sus instituciones). Sin todo esto, y con la especie librada a su pulsión más poderosa y primaria, como es el principio de placer según la mirada de Freud, la satisfacción de ese principio habría permitido todo, desde el incesto hasta el asesinato, pasando por todas transgresiones imaginables (consideradas transgresiones solo a partir del desarrollo de la cultura). En ese contexto la existencia de los humanos habría pendido siempre de un hilo, mientras nos eliminábamos los unos a los otros cada vez que alguno se oponía (u opone) al deseo del otro.
Hay un parentesco entre esta idea de Freud y las de Thomas Hobbes (1588-1679), el pensador inglés al que se tiene por iniciador de la moderna filosofía política. Hobbes consideraba que, librado a sus impulsos, el hombre es naturalmente lobo del hombre y que para que pueda sobrevivir como especie es preciso que sus acciones sean sometidas a leyes y límites arbitrados por un juez todopoderoso: el Estado, a quien llamaba Leviatán, como al legendario monstruo marino. La cultura de Freud y el Leviatán de Hobbes tienen la paradójica función de limitar, frustrar y reprimir para que la humanidad sobreviva a sí misma y, sobre todo, oriente sus energías en direcciones creativas y fecundantes. Claro está que en los hechos lo reprimido sigue latiendo y, más allá de los progresos de orden técnico, científico, económico o social, genera malestar. Estas ideas están en las antípodas de las de Rousseau o algunos padres de las religiones que ven en los humanos una bondad natural e infinita corrompida por la sociedad. Freud diría que esas ideas son hijas de un poderoso superyo (mandatos fuertemente sociales incorporados al inconsciente) que vigila y culpa ante el menor pensamiento “incorrecto”.
A partir del desarrollo cultural las sociedades se consolidan y progresan (la discusión sobre qué es progreso merece más espacio y otro lugar). Básicamente se organizan, sobreviven y, agrupando a sus componentes, van decidiendo y ejecutando sus destinos. Aunque suene redundante, entran en una era cultural y, desde ese paradigma, evolucionan. La Argentina de estos tiempos parece deslizarse a gran velocidad por una pendiente que la lleva a un período pre cultural. Los linchamientos están a la orden del día, y no solo los físicos que producen muerte, sino también los verbales y mediáticos. El comportamiento pre cultural, es visiblemente destructivo y depredador entre los componentes rasos de la sociedad en todas sus capas. Femicidios, violaciones, asesinatos, robos violentos, abusos, ocupaciones de propiedades, transgresiones de toda ley y norma, incluidas las más elementales, salvajes matanzas de animales aprovechando el vuelco del camión que los transporta, comportamientos psicóticos y psicopáticos en las relaciones públicas y privadas, etcétera. Con más hipocresía y careteo esto también ocurre en las instancias gobernantes y dirigentes. Los instrumentos reguladores dejaron de funcionar (no hay justicia, la política es perversa, la economía voraz y depredadora) y la inquietante pregunta con que Freud describía un momento similar de la historia está vigente: “¿Pero quién puede prever el desenlace?”.
(*) Escritor y periodista
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