Por Sergio Suppo
Siempre hubo varios peronismos, vaya novedad. Antagónicos y contradictorios, peleadores hacia adentro y afuera, con mayorías gregarias hacia un jefe que a su vez corría a un segundo plano a los que quedaban en desventaja. Perón desplazó a los laboristas y luego a los montoneros; Menem al cafierismo; Kirchner a Duhalde; Cristina al propio peronismo.
El dato nuevo es otro: es la primera vez que varios peronismos pretenden gobernar y toman medidas distintas y enfrentadas al mismo tiempo. Pulsean con leyes, anuncios, reformas y movilizaciones en un festival de presiones cruzadas y ejercicios de posicionamiento.
Este experimento singular e inédito ocurre sobre la realidad repetida y agravada de una crisis económica y social que replica y supera el último gran estallido del país, en diciembre de 2001. La respuesta al enigma de la novedad del presidente elegido por la vicepresidenta corretea, impreciso, sobre esa catástrofe agigantada por los efectos globales de la pandemia. Nadie manda sobre el resto y todos pretender hacerlo.
Aunque el conflicto entre el gobierno de Alberto Fernández y el mando de Cristina Kirchner es el nudo esencial de la situación, de esa pelea se desprenden nuevos conflictos y a la vez se vuelven más visibles batallas entre sectores y se exponen sin pudor ambiciones de poder. Es así que Alberto y Cristina pulsean por el rumbo de la economía y cuando el Presidente ajusta los números fiscales, su jefa le recuerda que ella no es responsable por las medidas del Gobierno.
El gabinete es un catálogo de ministros que responden a jefaturas distintas y ejecutan planes contrapuestos. Con las mismas palabras podría describirse que la intención reformista del Presidente sobre la Justicia choca con la decisión de someterla de la vice. Alberto Fernández construye su propia debilidad y está expuesto a que una carta viralizada en las redes sociales le ponga límites, lo exponga y hasta lo descalifique.
El Presidente llega al extremo de respaldar y celebrar los ataques de Cristina en su contra. Ya hubo dos misivas fulminantes mientras Fernández y su ministro Martín Guzmán llevan adelante la complicada tarea de recortar gastos, bajar jubilaciones y dibujar un déficit fiscal tan aceptable como para que el Fondo Monetario admita que, durante este período de gobierno y parte del próximo, la Argentina deje de pagar el crédito que tomó Mauricio Macri.
Fernández se convertiría así en un presidente sin necesidad de pagar la deuda externa luego de dos arreglos que posdataron los desembolsos a los bonistas y al FMI. Esa enorme ventaja es sin embargo apenas un dato más dentro de un contexto de crisis fiscal, recesión y empobrecimiento crecientes.
El kirchnerismo nunca aceptará que la Argentina se empobrece día a día y que el reparto de los años de la soja a 600 dólares es ahora inviable. Disimula y patalea y apela al efectismo de discursos vacíos de recursos para solventar las promesas. Las crisis no retraen a las fracciones del peronismo; parecen multiplicarles las ambiciones.
Máximo Kirchner, el príncipe heredero, ya vende con impuestos a la riqueza y contactos intensos con actores clave su ambición de llegar al trono familiar que su madre le prestó a Fernández. La colonización del conurbano por parte de La Cámpora es el punto de partida para sentarse a negociar con el peronismo del resto del país. Un clásico.
Sergio Massa acumula recursos presupuestarios para su nunca archivada proyección presidencial. Está cada vez más lejos de ser el engranaje moderado que colabora con la consolidación del kirchnerismo. Un cocinero diría que el gusto está en la variedad, pero la realidad es menos piadosa y muestra que entre los socios del oficialismo vuelan ollas y cuchillos.
Todos creen gobernar y ninguno termina de hacerlo. A la deriva en medio de otra tormenta, la Argentina es un barco con un capitán con el mando diezmado y varios tripulantes que compiten por el mismo timón.
© La Nación
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