Por Gustavo González |
Saber, sabe cualquiera. Lo difícil es saber que no se sabe. Con lógica socrática, se supone que solo los sabios logran el estadio superior de ser conscientes de su ignorancia. Y es lo que los diferencia de las personas comunes, que creen que saben.
La mayoría de los presidentes son personas comunes: saben que saben. Con la mayoría de los políticos pasa lo mismo. Con los periodistas también.
Que es lo mismo que pasa con la mayoría de los vecinos: saben qué político robó y cómo lo hizo, si la vacuna rusa contra el Covid va a funcionar o será un fraude o por qué es incorrecto el último fallo de la Corte.
En cambio, los sabios saben que no saben. Eso quizá no los haga mejores, pero los hace distintos.
La pregunta entonces es si un sabio puede ser presidente. O sea, si alguien que asume su incerteza puede conducir a una sociedad. Imagínense que el 19 de marzo, cuando Alberto Fernández decretó una cuarentena nacional por dos semanas, en lugar de decir “hemos calculado todo”, hubiera dicho: “Este es un virus nuevo, no tenemos idea cómo se comporta, no sabemos hasta cuándo habrá cuarentena ni si todo lo que hagamos evitará que mueran decenas de miles de argentinos”.
Aunque la pregunta correcta sería si un sabio puede llegar a ser presidente y, además, ser sincero. ¿Cuánta sinceridad es capaz de tolerar una sociedad?
Difícil dilema. Igual se podría decir que los golpes de esta pandemia les aportaron una dosis de sabiduría a algunos líderes del mundo o, por lo menos, una cura de humildad. Sus certezas iniciales se fueron llenando de dudas y comenzaron a transmitir que el futuro, que siempre fue incierto, ahora lo es aún más.
Este fue el dilema de muchos mandatarios en los últimos meses: cómo convencer a sus pueblos de que quien los conduce ya no es tan ignorante, que alcanzó un nivel de sabiduría suficiente para admitir que, frente a una pandemia inédita, solo queda aprender cada día de los aciertos y errores que se cometen.
El problema es que las sociedades (tan tolerantes a veces para aceptar injusticias o malos tratos) no suelen reaccionar tan bien frente a la incertidumbre.
En la Argentina, algunos líderes que gerencian distritos oficialistas y opositores empiezan a asumir ese delicado estado de sabiduría que por un lado les quita arrogancia y, por otro, los vuelve más vulnerables.
Uno de esos líderes, jefe de uno de los principales distritos del país, lo dice así: “Digamos que antes de la pandemia yo creía en un 80% en la efectividad de una medida que tomaba. Con la pandemia es al revés, tengo un 80% de duda sobre si las medidas van a funcionar como pensaba. Todos debemos entender que, frente al desconocimiento sobre este virus, lo que importa es ser cautelosos con cada paso”.
Sin embargo, las encuestas muestran que las sociedades esperan que sus gobernantes elijan siempre las opciones acertadas, incluso cuando aparece un evento nunca visto. Y los castigan cuando eso no ocurre.
Desde abril (pico de imagen positiva de los políticos que estaban al frente de la lucha contra el virus), tanto el Presidente como los gobernadores vienen sufriendo ese castigo.
Cerrar/abrir. El desgaste político también afectó a los líderes del mundo. Diálogo Político (una organización vinculada con la Fundación Konrad Adenauer) publicó esta semana un estudio realizado en 17 países. Señala que, en abril, la aprobación de sus presidentes promedió el 53,9%. Ahora el promedio es de 42,1%.
Cuatro ejemplos de esa variación en mandatarios que aplicaron distintas recetas frente al Covid: Fernández pasó del 77 al 49% de imagen positiva, Vizcarra (Perú), del 79 al 57%; Johnson (Reino Unido), del 58 al 40%; y Trudeau (Canadá), del 65 al 42%.
La aprobación fue bajando al mismo tiempo que se revelaba que las soluciones que los líderes planteaban no se confirmaban, o eran desmentidas o cambiadas. De la inutilidad del barbijo al uso obligado. De los resultados auspiciosos del remdesivir o la hidroxicloroquina, a estudios que desestiman sus chances. De la ventaja de declarar rápido la cuarentena al error de hacerlo. Los países que un día eran modelos exitosos al siguiente se revelaban como fracasados. La gravedad que en Europa parecía superada volvió. Y la segunda ola, que se anticipaba menos contagiosa, lo es más.
En ese contexto, el viernes, el Presidente anunció el retorno a una seminormalidad. Ese día hubo 11.786 nuevos contagios y 371 muertos. Cuando el 19 de marzo se decretó la cuarentena total, hubo 31 infectados. Y no hubo muertos: habían fallecido tres personas hasta entonces.
Segunda ola. Solo habría dos motivos –entendibles– por los cuales ahora se decidió retomar cierta normalidad, cuando en marzo, con el 0,26% de los contagios actuales se había decretado el confinamiento absoluto: el agotamiento psicológico y la crisis económica. Es el reconocimiento de que, ayer y hoy, el virus y la economía provocan víctimas fatales, pese a que el Presidente decía en marzo que “de la crisis económica se puede volver y de la muerte, no”.
Anunciar la salida del aislamiento con 11.755 más de contagios y 371 más de muertos que el día en que se llamó a un confinamiento total es aceptar que la economía y el agotamiento psicológico también pueden matar. Y es aceptar lo poco que se sabe.
En marzo se privilegió el combate contra el Covid, a costa de arriesgar la salud económica. Ahora se corre el riesgo de acelerar una segunda ola de contagios. En Europa se había decidido una apertura cuando los contagios llegaron a cero. Pese a ello, el virus está regresando con sorpresiva intensidad.
Acá se decidió reabrir las actividades cuando la primera ola todavía hace estragos.
Pero así como en marzo el Presidente y los gobernadores actuaron como una mayoría social esperaba, ahora responden a las angustias y el hastío que causaron ocho meses de encierro. Hacen que saben o hacen lo que en cada momento pueden hacer.
Al mismo tiempo, opositores que en marzo acompañaron la cuarentena (en línea con la corrección política de entonces) son los que desde hace meses critican con dureza el error de haberla implantado tan temprano y ahora celebran la reapertura casi como un triunfo político. También ellos hacen que saben.
Virus de la duda. Como solo al final de esta tragedia se sabrá cuántas víctimas totales habrán provocado las pandemias sanitarias y económicas (y qué tan bien o mal lo hizo cada país), habrá que estar preparados para que, en el mientras tanto, siga habiendo quienes nos digan con exactitud lo que va a pasar, celebren medidas o las repudien luego.
Por el momento, la nueva corrección hace que los anuncios del viernes hayan sido bien recibidos por unos y otros. Pero subestimar ahora el impacto epidemiológico de la reapertura puede ser tan peligroso como haber subestimado antes el impacto de la parálisis económica.
Lo cierto es que, más allá de los aplausos circunstanciales y de las críticas oportunistas, enfrentamos un evento inédito sin salidas perfectas.
Hasta que haya vacuna, habrá que inocularse el virus de la duda. Hacerse más resistentes a la incerteza, sospechar de quienes la tienen clara, estar preparados para los cambios bruscos y tolerar más los errores propios y ajenos.
Además de acometer el desgarrador y sabio esfuerzo de aceptar que no se sabe.
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