Por Manuel Vicent |
Pese a que eran los tiempos de una dictadura, aquel cine de verano situado muy cerca del puerto de pescadores olía a galán de noche. Mientras en la pantalla bajo el cielo estrellado se sucedían besos de mujeres soñadas y revólveres humeantes, desde allí se oía el motor de las traíñas que a esa hora salían a la captura de la anchoa y de la sardina. Las barcas de arrastre zarpaban más tarde, ya de madrugada. Gracias a mi amistad con un patrón pasé algunas jornadas de pesca en su barco y de ellas recuerdo no tanto el esfuerzo de su gente en la lucha por la vida como el perfume que invadía la cubierta cuando al mediodía el cocinero echaba un ajo y unas colas de rape en el aceite de oliva hirviendo de la caldereta.
Puede que la memoria de aquella brisa de alta mar cargada de sofrito de pescado y el olor a galán de noche de aquel cine de verano constituyan todavía hoy en estos tiempos tan duros el asa más firme a la que agarrarse.
En la terraza de un bar tomo café todas las mañanas con el viejo patrón. A veces me habla de aquellos años en que de chaval su padre lo llevó a pescar en el último barco de vela y del que aprendió todas las artes y designios de la mar. El marinero me cuenta historias de borrascas, de delfines, de naufragios, de las veces que en la red, entre las lubinas, merluzas y lenguados, aparecía también capturada un ánfora griega o romana; yo le recuerdo las películas de motines, de rebeliones a bordo y de ballenas blancas que veía en aquel cine de verano.
A veces se acerca a la tertulia a saludar al viejo marinero un almirante retirado, quien nos cuenta sus avatares de cruceros y fragatas. Cada uno con su sabiduría lleva dentro un mar distinto. Uno lo sueña en medio de grandes batallas y otro como una forma muy dura de ganarse la vida. Sentado entre los dos, pienso que también existe ese otro mar que se traga a los malos poetas.
© El País (España)
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