Por Javier Marías |
Con su benevolente permiso, voy a traer hoy a colación (me niego a emplear el omnipresente y ridículo “compartir”) dos citas que me han llegado por casualidad. Una es larga y otra corta. La primera es de 1856 y se debe a la novelista inglesa George Eliot —pseudónimo de Mary Ann Evans—, que vivió entre 1819 y 1880, es decir, nació el mismo año que la Reina Victoria, pero ésta la sobrevivió veintiuno. Procede de un ensayo, de los cuales escribió unos cuantos excelentes antes de dedicarse a la ficción con enorme inseguridad, pese a que sus obras Middlemarch y Daniel Deronda son hoy consideradas clásicos indiscutibles.
El término con que comienza la cita, “Philister”, es de difícil traducción. Se parece a nuestro “filisteo”, pero no es un equivalente exacto. Como además pocos saben ya lo que esto significa, o se confunde con “fariseo”, será mejor optar por otro. La propia forma es infrecuente en inglés, más a menudo leemos “Philistine”. Es de origen alemán, y al parecer fue acuñado en 1693 en Jena, para luego adquirir acepciones figuradas y más amplias. El Webster Dictionary propone como sinónimo “Barbarian”, de modo que traduciré recurriendo a “Bárbaro” o “Bruto”:
“El Bárbaro o Bruto”, dice Eliot, “es aquel a quien resultan indiferentes todos los asuntos sociales, toda la vida pública en tanto que opuesta a los intereses egoístas y particulares; carece de apego hacia los acontecimientos políticos y sociales salvo si afectan a sus propias comodidad y prosperidad, le brindan materia de diversión o una oportunidad para satisfacer su vanidad. Carece de credo social o político, pero es siempre de la opinión que en el momento sea más conveniente. Siempre está con la mayoría, y es el principal elemento de irracionalidad y estupidez cuando al público le toca ‘discernir’… El Bruto es la personificación del espíritu que lo juzga todo desde una perspectiva más baja de la exigida por cualquier cuestión, que juzga los asuntos de la comunidad desde una perspectiva egotista o puramente personal, y juzga los de la nación desde el punto de vista de su campanario, y no duda en medir los méritos del universo desde su humana subjetividad”.
Olvidé mencionar que tanto el Webster como el Oxford English Dictionary destacan, al definir “Philister” o “Philistine”, que se trata de un individuo o individua desentendidos del saber y que buscan riqueza y rédito material por encima de todo lo demás. La pertinencia de esta cita no requiere explicación, a mi parecer. Podría poner nombres propios a los incontables “Bárbaros” o “Brutos” que hoy pululan por España y por doquier, en el sentido de Eliot, claro está. Pero sería tarea interminable y que nos deprimiría más de lo que lo estamos ya, porque entre esos nombres figurarían los de la mayoría de Presidentes, Vicepresidentes, ministros, políticos de todo signo, empresarios, banqueros y hasta no pocos intelectuales y opinadores. Lo peor, con todo, es que, si uno mira a su alrededor (no digamos a las redes sociales), comprobará que demasiada gente sin responsabilidad ni poder responde también a la descripción, sobre todo en lo referente a: “… es siempre de la opinión que en el momento sea más conveniente, siempre está con la mayoría…” Lo desolador de nuestro tiempo es que lo que denunciaba George Eliot hace 164 años se ha multiplicado por cien mil. El oportunismo gregario y acrítico, la tiranía de “lo que se lleva” o “queda bien”, la adulación de los vociferantes audaces, el acobardamiento ante cualquier acusación de disensión, la renuncia a pensar sin intimidarse, no tienen comparación con los de otras épocas, sólo sea por la universalidad que han alcanzado las consignas de los vociferantes. Sólo así, por barbarie, se malentiende que la Universidad de Edimburgo haya privado de sus honores póstumos al filósofo escocés David Hume, como contó José Luis Pardo en este diario. Hombre inteligente, gran escritor, ateo en 1740 y figura libre donde las haya habido. Ahora ofende su libertad.
Aquí encaja la cita breve, que no sé de quién es, pero reza así: “Algo enfermizo hay en una sociedad en la que la mayoría de las personas sólo se sienten bien cuando se sienten mal”. Es innegable que un considerable porcentaje de la población procura con ahínco estar descontento y ser “víctima de algo o de alguien”. Obviamente no hablo de quienes tienen motivos de sobra no ya para el descontento, sino para la desesperación (los hay a millones). Más bien de tantos que simplemente arrostran las dificultades, estrecheces y frustraciones que son inherentes a la existencia, pero con las que la humanidad se ha bandeado siempre con mayor o menor fortuna y esfuerzo. Hoy hay un regodeo en el victimismo, el propio o el de los ancestros; cualquier pretexto es bueno para sentirse desdichado, maltratado, para protestar y culpar, aunque sea a Roma o a la Edad Media. Cuando las personas eran creyentes, maldecían sin más a Dios, causante último de cuanto ocurría. Una vez perdido ese chivo expiatorio por antonomasia, que nunca pagaba sus deudas ni recibía castigo, queda abierta la veda y nadie se salvará. Algo de enfermizo sí que hay.
© El País Semanal
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