Por Isabel Coixet |
Podría haber escrito ‘aterrados’, ‘desarmados’ o hasta ‘acojonados’. Yo creo que estamos en ese momento de colapso general en el que las personas fingimos que tenemos un control sobre las cosas del que carecemos absolutamente mientras pretendemos que no vemos al mundo desmoronarse a cámara lenta. Preguntar ‘¿qué tal?’ es tentar al interlocutor a que nos suelte una ristra de improperios hirientes. Estamos crispados. El aire se puede cortar con un cuchillo.
Cada día, en algún momento, nos sale un ramalazo de policía del comportamiento: miramos con sospecha al hombre al que se le cae la mascarilla un momento, al que se sienta en una silla de bar esperando que le den un café para llevar, a la niña que juega con su mascarilla cuando su madre se descuida.
¿Dónde están la épica de los aplausos, los momentos de la ópera en los balcones, la esperanza de que se acabe esta pesadilla? Cuando escuché lo de que las cosas van a seguir así hasta mayo del año que viene, reconozco que no me dio un colapso de milagro. La perspectiva de otros siete meses de incertidumbre me provoca una ansiedad sin límites que ningún Trankimazin en vena consigue detener. Mientras lavo a mano mi mascarilla con jabón desinfectante, me da por pensar en una frase de Gide en Los monederos falsos: «… y ahora, en este momento, ella redujo tanto sus ilusiones que no le quedó ninguna». Y me repito esa frase en bucle como si mi cerebro no pudiera retener del todo el abismo que suponen esas palabras.
Hemos entrado de lleno en una era marcada por el agotamiento, las rutinas que cada vez se reducen más, el aburrimiento. Nuestros mundos interiores no son suficientes para aplacar el tedio sin horizontes. Aquellos que abogaban por el sofá, la mantita y Netflix… me da a mí que están empezando a abominar de la mantita, y que el sofá ya no les parece ni tan cómodo ni tan acogedor. Nos vamos a convertir todos en una sociedad de couch potatos ansiosos y enfadados.
Una de las cosas que más me chocan es la mansedumbre con que aceptamos todo esto. Tengo la sensación de que todas estas restricciones de movimiento y de derechos son una manera de que paguemos justos por pecadores y, sin embargo, parece que no nos sentimos con suficientes argumentos para protestar. Se agolpan los interrogantes: ¿es el virus igual de letal ahora que en marzo?; ¿estamos más preparados para combatirlo con cócteles de retrovirales?; ¿existen otros factores en la propagación del virus que son completamente aleatorios y que escapan a cualquier control como son los tipos de sangre y la combinación de patologías ocultas?; ¿por qué en China el virus dejó tan pronto de ser letal?; ¿por qué si en Rusia ya tienen una vacuna, como afirman, Putin está encerrado en un búnker al que sólo se puede acceder por un túnel donde las personas son gaseadas con un líquido desinfectante que las deja KO por un tiempo? Y ¿hay alguien que se esté ocupando de la salud mental de las personas sometidas a este vaivén de preguntas sin respuesta, a esta oleada de precariedad y miseria de la que ya no hay manera de escapar?
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