Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace muchos años que Guillermo Brown desapareció de las librerías y de las habitaciones de los chicos. Quedó atrás, relevado por otros libros y personajes como fueron Los cinco, y más tarde el arrasador Harry Potter. Sin embargo, hubo un tiempo en que su mundo, el de las aventuras de Guillermo, era tan familiar a un chiquillo lector –y entonces casi todos lo éramos– como los tebeos, las muñecas, la cocinilla, el fuerte con indios y vaqueros y los soldaditos de juguete.
Conocí al personaje en 1959, cuando, con motivo de la primera comunión, mi madre pidió a familiares y amigos que sólo me regalasen libros. Entre ellos estaban Los apuros de Guillermo, Travesuras de Guillermo y Guillermo el proscrito. Todavía los conservo con los que vinieron después, hechos polvo los lomos y sobados de tanto leerlos. Y esas noches raras en que oigo el rumor lejano del País de Nunca Jamás y veo navíos piratas surcando el contraluz de la luna, leo algún episodio suelto y admiro, otra vez, las formidables ilustraciones de Thomas Henry, vuelvo a enamorarme de su hermana Ethel, simpatizo con su hermano Roberto y pongo patas arriba el ordenado mundo de los adultos con la complicidad de los fieles Pelirrojo, Douglas y Enrique: mirándome, naturalmente, en los ojos azules de la pequeña Joan, llamada Juana en las traducciones españolas de la época.
En mi opinión y la de algunos otros, su autora, Richmal Crompton, creó con aquel niño de 11 años, y con los 37 libros escritos sobre él, uno de los grandes personajes de la literatura universal. Sin embargo, Guillermo llegó con dificultad hasta los años 70, ya moribundo, pues la actualidad de su momento narrativo había pasado. Para los lectores que buscaban mundos y caracteres más actuales, tan singular chiquillo se extinguió con su época. Sin embargo, el retrato perfecto, ácido, lleno de humor e ironía, de la clase media rural inglesa en la primera mitad del siglo XX que pervive en sus páginas no ha sido superado por nadie. En tal sentido, es una indiscutible obra maestra.
Parte de su ocaso en España se debió, también, a ciertos críticos literarios que, ya en tiempos de la Transición, vieron en esos libros dos pecados imperdonables: no era literatura seria y, lo que aún resultaba peor, retrataba a una clase media acomodada que jugaba al tenis y al golf; y eso, más que instruir a los jóvenes, los alienaba. Sin embargo, esos miopes cantamañanas –a alguno recuerdo con nombres y apellidos– fueron incapaces de comprender, seguramente porque ni siquiera lo leían de verdad, que el personaje de Guillermo, incrustado como un corrosivo caballo de Troya en mitad de ese mundo rural burgués y apacible de clérigos biempensantes, jóvenes educados, correctos vecinos y señoras que tomaban el té, era en realidad el de un peligroso destructor del orden establecido: un niño inquieto, imaginativo, incomprendido, rebelde, enemigo declarado de la autoridad, cuya imaginación y osadía, mezcladas con la ingenuidad y la insobornable lógica infantil de sus pocos años, lo empujan a trastocar cuanto hay alrededor. Un subversivo contumaz al que sólo se le puede sobornar con caramelos, con desafíos audaces o con el pestañeo de unos lindos ojos azules. Un marginal cuya íntima independencia lo hace insolente e ingobernable, aunque él mismo no se dé cuenta de ello; y que sólo en sus fieles camaradas, los proscritos, encuentra el calor y la lealtad que tanto anhela y que los mayores le niegan. Un anarquista formidable lleno de firmeza moral, capaz de levantar un muro infranqueable entre su honesto mundo infantil y el de esos adultos que ni lo comprenden ni lo respetan. Ni lo quieren.
«Nunca vacila, esa es su magia», escribió de él Fernando Savater; y Lluís Bonet señaló «su afán vengador ante la incomprensión de los mayores». Y es muy cierto. Asombraría a los lectores jóvenes de hoy, que juegan en otra liga, comprobar hasta qué punto Guillermo y su forma audaz y estoica de afrontar la vida que imponían los adultos ayudó a numerosos críos de entonces a librar sus propios combates infantiles. Cuánto apoyo moral y compañía encontramos algunos en sus páginas; cuánto alivio al saber que no estábamos solos en un mundo que, como a cualquier niño en ese momento de la vida, nos acosaba con normas ajenas a nuestra entonces honrada lógica. A muchos de nosotros, aquel personaje nos daba consuelo y nos reivindicaba. Y cuando miro esos libros y recuerdo los días de lluvia en que no había colegio y nos quedábamos en casa leyendo sus aventuras, creo que todavía lo hace. Guillermo Brown era, y lo sigue siendo, uno de los nuestros.
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