"Redujeron los mensajes opciones simples y falaces como vida o economía, vida o libertad, trabajo o ahorro en dólares, esfuerzo o mérito, entre otras tanto más burdas". |
Por Sergio Sinay (*)
Hemos llegado al punto en que la concentración de una persona ante una pantalla, una imagen o un texto dura apenas un minuto. Cualquier cosa que se le transmita debe ser breve y simple. Tzvetan Todorov (1939-2017) lo dice así en su libro Los enemigos íntimos de la democracia: “Sea cual fuere el mensaje político que se quiera transmitir, de izquierda, de derecha o de centro, solo hay posibilidades de que se capte si se reduce a un eslogan fácil de recordar”.
Todorov, búlgaro nacionalizado francés, lingüista, historiador y crítico cultural, era un penetrante y sólido analista de la sociedad contemporánea. Su observación acerca del modo en que la forma de la comunicación incide sobre los contenidos es parte de su examen del mesianismo político, al que, junto al populismo y al neoliberalismo enlista entre los principales enemigos de la democracia.
Durante la cuarentena tan larga como estéril, disfuncional y contraproducente a que fue sometido el país (con todo tipo de incumplimientos y transgresiones) desde el 20 de marzo de este año, esos enemigos no dejaron de manifestarse, ya fuese desde los discursos y conductas del oficialismo o de sus opositores. Las arengas presidenciales (que, a esta altura de su incoherencia entre palabra y conducta, entre pasado y presente, ya se oyen como quien escucha llover) redujeron los contenidos de los mensajes a opciones binarias tan simples y falaces como vida o economía, vida o libertad, trabajo o ahorro en dólares, esfuerzo o mérito, entre otras tanto más burdas. Como suele suceder, se pueden simplificar los discursos hasta convertirlos en lemas tan básicos que terminan por despreciar la inteligencia del receptor, pero con ellos no se engaña a la realidad. Cruel e insobornable, esta arrasó con las falsas opciones: aumentaron exponencialmente las muertes y al mismo tiempo se destruyó la economía, las libertades retaceadas se ejercieron de hecho y con riesgo (salvo las de trabajar, de transitar por el territorio nacional y la de encontrarse con seres queridos y lejanos) y quien quiere proteger algún escuálido ahorro convirtiéndolo en dólares encuentra los atajos para hacerlo, de modo que mientras el mercado paralelo se fortalece, las reservas del Banco Central no dejan de menguar. Los demagogos, dice Todorov, se niegan a aceptar que todo logro tiene un precio. El “logro” fugaz que se enarboló desde pantallas y filminas decía que éramos campeones mundiales en la lucha contra el Covid-19, más exitosos que Suecia, así como un día tuvimos menos pobres que Alemania.
La salud que se decía proteger hace agua a través de pavorosos agujeros como la desatención de tratamientos oncológicos y cardiovasculares, el aumento de los cuadros depresivos y de ansiedad, el consumo descontrolado de psicotrópicos, la desatención masiva de la vacunación infantil. Pero la realidad no conmueve al discurso populista porque este, señala Todorov, se dirige siempre a los propios, a aquellos con los que está en contacto, a quienes le creerán sin pensar, sin discernir y sin confrontar con los hechos. Mientras el demócrata piensa en las generaciones futuras (que se verán baldadas por las atrocidades cometidas durante estos meses con la educación) e intenta articular acciones que apunten hacia ellas inspirándose en el bien común, el populista, advertía el pensador búlgaro, actúa sobre la emoción del momento, que es necesariamente efímera, solo le interesa lo inmediato y su propio interés. Que en este caso ni siquiera es propio, sino que obedece a urgencias particulares de quien, desde la vicepresidencia, batalla sin escrúpulos contra el fantasma de la justicia.
Quien defiende la democracia, aun con sus imperfecciones, termina por abrazar valores que el populista convirtió en impopulares, como son los republicanos, la justicia, la recompensa por el mérito, el derecho a pescar en lugar de recibir pescado a cambio de prebendas y de zanahorias que, como las del burro, son siempre inalcanzables. “El demócrata, escribe Todorov, está dispuesto a intervenir en favor de las minorías del país en nombre del interés general, pero el populista prefiere limitarse a la certeza de la mayoría”. Y no basta con oponerle al populista la idea de libertad en abstracto. No es obligatorio elegir, dice lúcidamente el autor de Los abusos de la memoria y El miedo a los bárbaros (otras de sus obras), entre “todo Estado” y “todo individuo”. “Tenemos que defender a ambos y que cada uno limite los abusos del otro”. La libertad de las gallinas para atacar al zorro es una broma, agrega, porque no pueden hacerlo, y la libertad del zorro es peligrosa porque es más fuerte. Dirimir esta cuestión es esencial en un país agrietado, cuya sociedad está acostumbrada a ubicarse siempre en algún extremo del péndulo, despreciando el movimiento y la cadencia de este. La necesidad de crear sentido y belleza en la vida es inherente en muchas personas que muestran amor y dedicación a los demás, apuntaba Todorov. E imaginaba que, por sobre los egoístas y los falaces, las actitudes de esas personas no podrían quedar sin consecuencias. Ojalá.
(*) Escritor y periodista
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