Por Arturo Pérez-Reverte |
Hay una pregunta que me hacen mucho en los últimos días: por qué tardé treinta años en escribir una novela sobre la Guerra Civil. Por qué esa guerra, y por qué ahora. Y es cierto. Excepto un libro para uso escolar publicado hace años con ilustraciones de Fernando Vicente, La Guerra Civil contada a los jóvenes, y las novelas del espía Falcó que tienen ese momento como telón de fondo, siempre evité abordar el asunto. Incluso me desagradaba la idea.
Hay una explicación que hizo que me sumergiera en la biblioteca durante diez meses tomando notas, viendo fotografías, reconstruyendo tragedias, imaginando personajes y situaciones que se combinaban con recuerdos familiares y experiencias personales, inspirado todo ello por una certeza: respecto a la guerra que nos destrozó entre 1936 y 1939 y nos marcó para el siglo siguiente, los españoles perdemos la memoria. Me refiero a la real y directa de cuanto ocurrió, pues quienes sabían lo que fue, quienes de verdad participaron en la contienda –hablo de frentes de batalla, no de las complejas retaguardias, que no hubo dos, sino muchas–, han desaparecido. Los más jóvenes, que fueron a luchar con diecisiete o dieciocho años, mi padre, mi tío, los padres, abuelos y bisabuelos de muchos de ustedes, nacieron hace un siglo. Apenas queda alguno vivo y con memoria.
Esa certeza, cuando fui consciente de ella, valía una novela. Muertos los hombres y mujeres de entonces, olvidados los hechos, sólo quedan las ideas. Pero sin el testimonio de la realidad las ideas son peligrosas, pues pueden ser usurpadas y manipuladas por cualquiera, sobre todo en estos tiempos de redes sociales y argumentos simples. La generación que hizo la guerra quiso poner a salvo a hijos y nietos procurando no hablar de lo que vivió, manteniéndolos lejos del rencor y la tristeza que ese tiempo trajo consigo. Pero el silencio tuvo un efecto a la larga negativo, pues al desaparecer los testigos se perdió la memoria personal de quienes de verdad lucharon y quedó sólo la memoria ideológica, muy necesaria, pero basada más en discursos y argumentos que en realidades y recuerdos.
Todo eso es malo, pues no puede haber comprensión sin conocer la historia de quienes combatieron como soldados en tan siniestro desastre. El principal núcleo de memoria de esa guerra, el más conocido, lo constituyen los hechos políticos y sociales, así como los terribles crímenes de retaguardia; pero lo que en mi opinión define con más exactitud la tragedia, lo que ofrece lecciones muy duras y a veces admirables –todo drama humano tiene contenidos morales–, son los hombres y mujeres que pelearon en los frentes de batalla. Fue allí, en las trincheras, donde más víctimas hubo de tan sangriento disparate. Por esa razón escribí Línea de fuego, título que resume la intención: dar voz a quienes, en ambos bandos y fusil en mano, pasaron hambre, frío y miedo, resultaron heridos o perdieron la vida, quemaron su juventud y luego fueron olvidados. Quise acompañarlos y que los acompañen los lectores; no escribir otra novela sobre la Guerra Civil, sino la novela de quienes, de grado o a la fuerza, lucharon de verdad. Y lo hice para que no se los confunda con los miserables y los asesinos que vivían de dar discursos y alzar la voz en mítines, cafés y burdeles lejos de los tiros, o paseaban pistola al cinto, camisa azul de falangista o mono de miliciano, ajustando cuentas, robando y asesinando sin riesgo y sin decencia. Es útil identificar a unos y otros para diferenciarlos bien, pues de los segundos siempre hubo y habrá: basta echar un vistazo a algunos personajes que hoy adornan la política española para imaginarlos en circunstancias favorables, con el poder adecuado. En toda su impune y criminal salsa.
Resumiendo: fascistas y rojos, como entre ellos se llamaban entonces, hubo muchos, pero ni siquiera en un mismo bando eran todos iguales. Por eso pretendo que los lectores reconozcan en estas páginas, haciéndoles justicia, a su abuelo, a su padre, a su tío, a su vecino. Que puedan recobrar lo olvidado sobre ellos, o conocer lo mucho que ya se ignora. Que hijos y nietos se sientan estremecidos, y quizás en algún momento orgullosos, de inscribir su propia memoria en la memoria familiar. Y ojalá logre, también, estimularlos para conocer la verdadera historia de una guerra lejana que no fue tan simple como hoy nos cuentan. Una tragedia que tal vez se resuma bien en la cita del escritor republicano Arturo Barea que incluyo entre los epígrafes de la novela: «Qué brutos, dios mío. Pero qué hombres».
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