Por Juan Manuel De Prada |
Recientemente, más de cincuenta sociedades científicas emitían un manifiesto conjunto que reclamaba a nuestros gobernantes abandonar el enfrentamiento político y actuar contra el coronavirus con una estrategia «basada exclusivamente en criterios científicos claros, comunes y transparentes». Por supuesto, el manifiesto ha cosechado elogios y aplausos por una sociedad harta de que los políticos utilicen también la plaga para enfangarse en sus rifirrafes partidistas. Sin embargo, el manifiesto contiene una visión de la ciencia y de la política completamente delirantes que nadie se ha preocupado de denunciar.
Aristóteles distinguía tres órdenes de vida: una vida superior o contemplativa; una vida media o de acción; y una vida inferior, que es la regida por las pasiones. Según esta jerarquía aristotélica, el sabio (hombre de vida superior o contemplativa) debe inspirar la labor del gobernante (hombre de vida media o de acción), quien a su vez debe procurar que sus gobernados dominen sus pasiones. Pero en nuestra época los gobernantes se dedican más bien a enardecer las pasiones de sus gobernados, para poder tiranizarlos más fácilmente, a la vez que tratan de someter a los sabios, hasta convertirlos en peleles a su servicio. Esta subversión y adulteración de las jerarquías aristotélicas, que desde que se declaró la plaga ha adquirido dimensiones sobrecogedoras, parece dar la razón a las sociedades científicas firmantes del manifiesto.
Sin embargo, habría que aclarar que, por mucho que pretendan aparecer como tales ante las masas, los científicos no son por lo común auténticos sabios. Decía Leonardo Castellani que sabio es quien «abarca todas las ciencias armadas en sabiduría», convirtiéndolas en hábito vital; pero los científicos, por lo común, son más bien personas ensimismadas en el dominio de una técnica o rama del saber desgajada del árbol de la sabiduría. Y, con frecuencia, cuanto más ‘expertos’ son en la rama que cultivan, más alejados se hallan de una auténtica sabiduría abarcadora. Por lo demás, el científico con frecuencia se mueve en un terreno movedizo, pues su conocimiento, al ser fragmentario (como fragmentaria es nuestra exploración de la naturaleza), incurre en confusiones, en contradicciones, incluso en errores, muy alejado de esa ‘claridad’ y ‘transparencia’ que las sociedades firmantes del manifiesto atribuyen a los ‘criterios científicos’. Durante esta plaga coronavírica hemos tenido ocasión de comprobarlo hasta la saciedad: los científicos nos han dicho sucesivamente que las mascarillas eran inútiles e imprescindibles, nos han dicho que el virus se contagiaba por el contacto directo y por el aire, nos han dicho que los ‘asintomáticos’ no contagiaban y que eran quienes más contagiaban… Nos han dicho una cosa y la contraria, demostrando que los ‘criterios científicos’ son bastante mudables. Por no mencionar que muchos científicos están tan contaminados por la ideología como los propios políticos, a quienes sirven de manera lacayuna y descarada, poniendo a su servicio su falsa sabiduría: la mayoría de las decisiones equivocadas que han adoptado los políticos durante los últimos meses estaban avaladas por ‘comités de expertos’ científicos, que luego se esfumaron como por arte de birlibirloque; y en las televisiones constantemente salen médicos adscritos a diversas facciones políticas, que sueltan un cargamento de morralla ideológica, disfrazado de ‘criterio científico’.
Pero imaginemos (hoy nos hemos levantado optimistas) que los científicos tienen un conocimiento pleno de su técnica o de la rama del saber que cultivan. Ni siquiera en este caso el gobernante debe guiarse ‘exclusivamente’ por los criterios que ellos establezcan. Pues los criterios científicos tienden a ignorar o despreciar realidades de las que no puede prescindir el gobernante. Y no sólo realidades puramente económicas, que los demagogos gustan tanto de confrontar con los ‘criterios científicos’; también otras realidades de orden material y espiritual que garantizan la supervivencia de la comunidad política. El gobernante debe dejarse, por supuesto, aconsejar por científicos y considerar prudencialmente su criterio, a la hora de tomar decisiones; pero la finalidad de su acción no es la misma que la de un científico, que ignora otros muchos elementos que el gobernante debe tomar en consideración.
Nuestros gobernantes, en efecto, han incumplido con sus obligaciones durante esta plaga. A veces, por entregarse al rifirrafe partidista; otras veces, por aplicar supersticiosamente criterios científicos, sin ponderarlos a través de la prudencia política.
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