Por Manuel Vicent |
El Gran Hermano anunciado por Orwell, ese ente poderoso e inasequible que controla desde la oscuridad todos nuestros movimientos, adopta a veces la forma de un pequeño primo de carne y hueso, absolutamente visible, que es en realidad quien te hace la vida insoportable. Puede que el Gran Hermano posea una franquicia en el inspector de Hacienda, en el amante celoso, en el policía de tráfico, en el jefe tirano, en el cuñado chivato y sabiondo o en ese político mostrenco que quiere salvar a la patria sin solucionar primero su forúnculo en el pescuezo.
Puede que el Gran Hermano muchas veces no vaya mucho más allá de la vieja del visillo o del hombre del frac. Tampoco en el futuro se vislumbra el fin de la Historia y del último hombre como auguró Fukuyama, ya que la historia real no se compone solo de ideologías, sino de rebeldías anónimas, de navajazos en las esquinas, de proyectos fracasados, de éxitos inesperados, de placeres de sobremesa, de accidentes de coche, de cupón de los ciegos, de guerras más o menos sirias o palestinas, de rebajas en los grandes almacenes, de amores adolescentes, de incendios de discotecas, de cánticos con un Kalashnikov en brazos, un devenir orgiástico que no acabará nunca.
Pero si la Historia terminara un día, no esperes que venga anunciado por el rabo de un cometa. Después de todo, el fin del mundo tiene un carácter privado que puede terminar con un resbalón mortal en la bañera. En todo caso, si una peste planetaria, como esta, acabara con el último hombre de Fukuyama siempre quedaría a salvo un chimpancé cuyo sucesor dentro de un millón de años se pondría a reescribir el Génesis, y el asunto volvería a empezar por abajo.
Mientras vayas creando a mano tu propia historia diaria cuídate de no facilitar el trabajo al Gran Hermano alimentado su tripa con esas llamadas idiotas que haces con el móvil.
© El País (España)
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