Por Carmen Posadas |
¿Conocen a Lil Miquela? A Lil Miquela se la rifan marcas como Prada, Diesel o Calvin Klein; como diseñadora, tiene su propia línea de ropa y, como artista, ha grabado varios singles que se han hecho virales. Ha tenido romances tanto con hombres como con mujeres y, según reza su perfil, se codea con todo tipo de celebridades. Tal como era de esperar, tiene cerca de tres millones de seguidores en Instagram a los que entusiasma con secretos de belleza así como con suculentas confesiones sobre su vida sexual, aderezadas con reflexiones ingeniosas e inteligentes.
Lil Miquela gana fortunas, tiene una legión de enamorados en la Red y es… un robot. Una máquina creada por un disc jockey y una diseñadora gráfica que, en 2016, decidieron convertirse en Doctor Frankenstein 2.0 y dar al mundo una criatura. Unas mil veces más perfecta que la que ideó Mary Shelley e infinitamente más sofisticada, pero igualmente inhumana. De hecho, ella ni siquiera lo oculta, pero –y aquí viene el dato novedoso– da igual. A sus millones de seguidores les importa un huito que Lil Miquela sea más falsa que un duro de hojalata. Lo importante es lo que dice, lo que hace, lo que anuncia o recomienda: que si suele tomar un batido de jengibre y espirulina a media mañana o que si ha descubierto que lo que mejor le va a su cutis son los barros del mar Muerto mezclados con polen de abedul. Y aquí tienen ustedes ahora a la seguidora 2.700.001 de Lil Miquela. Fascinada me tiene desde hace unos días. Patidifusa también.
Así se presenta ella: «¡Hola! Soy diseñadora, soy compositora, tengo diecinueve años y soy un robot. ¡Ah! También soy Tauro. Fui creada por un hombre llamado Trevor y una mujer llamada Sara, los dos son mis managers y mi familia. Ellos me han dado una casa y una carrera. Siempre he sido diferente; al fin y al cabo (risas), soy un robot». «En realidad –aclara Lil– fui construida en una compañía de Silicon Valley llamada Cain Intelligence y me diseñaron para que fuera una sirvienta destinada a unos ricachones, pero Sara y Trevor me salvaron de Cain y me proveyeron de una nueva vida. Después, Sara, Trevor y yo nos enfadamos y pasé una época hecha mierda, por lo que me hice un tatoo, me afeité las cejas y colgué un par de fotos desnuda. Ahora estoy mejor, he vuelto con mis ‘padres’ y aquí me tenéis, lista para darlo todo. Seguidme si queréis saber en qué estoy».
Después de seguir durante unos días a Lil Miquela para poder escribir este artículo, me he dado cuenta de que yo debo de ser de otra galaxia. Me importa muy poco lo que hace la mayoría de las personas de carne y hueso (y menos aún si se trata de influencers), de modo que imaginen lo que me pueden atraer las andanzas y opiniones de un androide tatuado perteneciente al signo de Tauro que desayuna jengibre con espirulina. Y, sin embargo, hay algo que sí me interesa y mucho. Me interesa Lil Miquela como síntoma, como indicio de un fenómeno sorprendente que se manifiesta en muchos otros órdenes actualmente. Hablo de cómo en las sociedades avanzadas parece haberse borrado por completo la frontera entre lo real y lo ficticio. Hasta ahora solo los niños de corta edad (y los locos) eran incapaces de discernir entre una cosa y otra. Ahora, en cambio, ya nadie sabe –o prefiere no saber– qué es cierto y qué una colosal trola. Recientemente, en televisión, vi cómo preguntaban a un votante latino de Miami por qué iba a apoyar a Trump en las próximas elecciones. Contestó que porque era el único candidato que decía la verdad. ¿Acaso este señor, que parecía culto e informado, ignora que Trump es un mentiroso compulsivo? En absoluto. Solo piensa, como tantas otras personas, que la verdad objetiva no existe, que todo es opinable, subjetivo, acomodaticio y, por tanto, esa es «su» verdad. Curiosa circunstancia que se produce en un mundo en el que, paradójicamente, todos tenemos acceso a todas las fuentes de información y, por tanto, somos capaces de desmontar una patraña con solo desearlo. Solo que, por lo visto, la verdad ya no es deseable. Antes, a quien se enamoraba de un robot se le llamaba ‘pirado’ y ‘necio’, e ‘ignorante’ a quien se dejaba embaucar por un charlatán. Ahora, en cambio, los robots reciben cientos de cartas de amor, mientras que un mentiroso patológico se apresta a repetir mandato como presidente de los Estados Unidos.
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