Por Cristian Vázquez
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En el principio fue la poesía. Después llegó internet, y entonces los poetas y las editoriales comenzaron a compartir sus poemas allí. Y un día hubo quienes comenzaron a escribir poesía especialmente para difundirla a través de blogs y redes sociales.
Una poesía con características bien definidas: urbana, fresca, joven (para usar los calificativos más recurrentes), pero también muy sencilla, ligera, efectista, carente de metáforas y de profundidad. Fue bautizada con el nombre de la red en la cual se convirtió en un auténtico boom: la “poesía de Instagram”.
Tal boom consistió en que los instapoetas empezaron a acumular miles y miles de seguidores. Y las grandes editoriales, cómo no, vieron el filón. Comenzaron a publicarlos en papel y a vender ejemplares también por miles. También a premiarlos. Hasta crearon concursos nuevos enfocados en este subgénero naciente. El más relevante de ellos (organizado por el sello Espasa, parte del Grupo Planeta, y dotado cada año con 20 mil euros) se vio envuelto, hace pocas semanas, en una polémica casi surrealista.
El ganador de este año fue un venezolano de 34 años llamado Rafael Cabaliere, que tenía más de 800 mil seguidores en Twitter y de 700 mil en Instagram y a quien, sin embargo, no conocía nadie. No interactuaba con sus seguidores, casi no había fotos suyas. Surgió la versión de que no existía, que era un bot informático o un personaje ficticio creado –a modo de parodia– por un poeta “de verdad”. Hasta tal punto se fortalecieron estas hipótesis que la propia editorial tuvo que salir a confirmar que el ganador existe y no es un robot.
Alzando vuelo, el libro de Cabaliere, todavía no se ha publicado, pero los textos que él comparte en las redes son tan elementales que difícilmente pueden calificarse como poesía. Sin embargo, vale destacar la ironía del poeta español Antonio Rómar en Twitter: “Creo que se está entendiendo al revés. Espasa no ha dado un premio a Cabaliere: es Cabaliere quien ha dado el premio a Espasa. En concreto, la ocasión de llegar a sus 875 mil seguidores. A cambio, 20 mil euros es poca cosa”. Más allá del aspecto comercial del asunto, el caso lleva a preguntarse: ¿hay algo realmente negativo en todo esto? ¿Implica algún peligro? ¿Acaso Instagram está “arruinando” la poesía?
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La respuesta es no. Al menos en principio. Como plantea la poeta Robin Myers: “Si un montón de gente va subiendo textos que pueden sonar como frases motivacionales y ya, ¿qué daño se está haciendo ahí?” Ninguno. De hecho, ese tipo de textos existen desde hace mucho. Lo que ha cambiado ahora son los modos de circulación: internet todo lo amplifica. Myers, estadounidense radicada en México, opina que “ese gesto también participa del impulso ‘talismánico’ de la poesía, de la necesidad de tener un puñado de palabras a la mano para acompañarnos, para recordarnos algo”.
De hecho, la poesía de Instagram hasta podría tener un efecto positivo. La librera argentina Laura Forni, lectora y recomendadora de poesía, apunta que este fenómeno “logró un efecto interesante al quitarle el velo hermético a la poesía”. Forni recuerda que “en la librería en la que trabajaba llegaba mucha gente joven que nunca había leído poesía y que se acercaba gracias a esas publicaciones en internet”.
Myers apoya esta idea: “Creo mucho en la polinización de la lectura. Lo que leamos en cierto momento nos puede servir de puente, como una ‘droga de iniciación’, hacia otras cosas más adelante”. Añade que “necesitamos de todo y tenemos el derecho a leer de todo. Y si leemos algo que tarde o temprano nos encamina hacia ser lectores más abiertos y voraces, pues qué suerte”.
Sin embargo, también existe el riesgo de que haya quienes crean que eso (y solo eso) es la poesía. En palabras de Forni, que “ahí nazca y ahí quede ese tipo de escritura, y que también ahí nazca y ahí quede el universo lector”.
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Por otro lado está la escritura. A quienes escribimos, antes no nos quedaba otra opción que pasarnos muchas horas en soledad, escribiendo y corrigiendo; luego les dábamos los textos a nuestros amigos de mayor confianza, quienes nos hacían sus comentarios y sugerencias; seguíamos reescribiendo y corrigiendo; hasta que por fin, bastante después, si teníamos suerte, nuestra obra llegaba a los lectores. Y era algo que nos venía bien, porque sabemos –o al menos debiéramos saber– que nuestros propios textos, cuando están recién “salidos del horno”, nos engañan. Para poder juzgarlos con un mínimo de criterio, tenemos que dejarlos “enfriar”. No digo que haya que esperar nueve años para publicar, como proponía Horacio en su Arte poética, pero sí al menos un par de días.
Ahora, en cambio, la difusión masiva está a un clic de distancia. Desde cualquier parte. Y ahí nomás, al otro lado de ese clic, se ciernen las posibles andanadas de me gusta y elogios y retuits y corazoncitos. Adrenalina, dopamina, serotonina, etc. La tentación.
No es que esa interacción con los lectores sea necesariamente mala. Para nada. De ese modo, a partir de sus opiniones, sugerencias y puntos de vista, pueden participar en la construcción de la obra. Marisa Martínez Pérsico, poeta argentina y docente de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Roma Tor Vergata, cree que el estilo de los escritores puede verse influido por ese feedback, y eso le parece “una posibilidad muy interesante, una especie de ‘tallereo’ en línea”. Ya en 2012 ella publicó un artículo en el que destacaba “la interactividad creativa y selectiva” como una característica de las obras que acusaban el impacto de las tecnologías digitales.
Pero compartir los textos en las redes también entraña el riesgo de escribir a la espera del efecto inmediato. A la caza del like. Algo que puede suceder de manera involuntaria e inconsciente. Y, como dice Laura Forni, “escribir atento al ‘aplausómetro’, tanto si es poesía como novela o cuentos, tergiversa la voz escritora. Desvirtúa. No deja de ser mercadotecnia”.
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Así es como llegamos al riesgo mayor. Lo diré con Martínez Pérsico: la instapoesía no va a afectar la calidad de la poesía, ya que “la gran poesía siempre va a seguir haciendo camino”, pero sí puede que afecte a los poetas “y esto puede influir en la poesía”. ¿Por qué? Porque situaciones como la del concurso de Espasa “desincentivan la confianza de los escritores, es como un golpe a la credibilidad del oficio poético”.
Es una posibilidad a la que se exponen no tanto los poetas ya afirmados o con un cierto recorrido en el oficio, sino quienes están haciendo sus primeras armas y trabajan sus textos de manera seria, concienzuda, avalada por lecturas. Ante ciertas noticias (no solo los premios, sino también el modo en que las grandes editoriales eligen a sus nuevos autores) pueden sentir que “no van a tener interlocutores ni lectores –dice Martínez Pérsico–, que lo que hacen no coincide con las expectativas del público ni de las editoriales”. En definitiva, que su trabajo no tiene sentido.
Martínez Pérsico aclara que no es apocalíptica: no cree que esto pueda provocar un decisivo cambio de rumbo en la poesía. Pero sí que puede minar la confianza de los poetas de vocación y de oficio. Y que esto puede, al menos hasta cierto punto, “cambiar el estado de la cuestión”.
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Es cierto, no hay razones para ser apocalípticos. Por lo ya expuesto y porque en la web hay infinidad de espacios donde encontrar poesía de primer nivel. Internet amplió las posibilidades de difusión en todas las direcciones, más allá de que algunas tengan más visibilidad que otras. Robin Myers recomienda la web Poesía Mexa (con numerosos libros disponibles para su descarga gratuita), el proyecto Jámpster y el blog, el podcast y las redes sociales del poeta y traductor argentino Ezequiel Zaidenwerg.
Laura Forni destaca varias revistas digitales: op.cit., De lo que no aparece en las encuestas, Hablar de Poesía, Descontexto y Poesía, en las que se pueden encontrar no solo poemas sino también crítica, entrevistas y otros contenidos. Y Marisa Martínez Pérsico destaca las revistas Círculo de Poesía (la cual no solo difunde poesía sino que también, explica ella, “participa en la construcción de conocimiento acerca de la poesía”) y Altazor, y también la cuenta de Instagram de la editorial Pre-Textos. Por supuesto, Letras Libres también publica poesía.
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César Aira anotó que los best sellers no son literatura, sino un entretenimiento masivo que usa como “soporte” a la literatura. Algo así como literatura para gente que no lee, ni quiere leer, literatura (y aclara que a esa gente “no hay que reprocharle nada, por supuesto; sería como reprocharle su abstención a gente que no quiere practicar caza submarina”). El best seller, dice Aira, es material de lectura para gente que, si no existiera ese material, no leería nada.
Quizá con la poesía de Instagram suceda algo similar. Quizá sea, simplemente, una suerte de entretenimiento masivo que utiliza como “soporte” a la poesía. Poesía para gente que no lee poesía, gente que –si no existiera Instagram– nunca leería textos en verso. Y no hay nada de malo en eso. Nada que reprochar a nadie.
La poesía “de calidad” seguirá haciendo su camino. Es cierto que algunos poetas de oficio y vocación se desmotivarán un poco cuando vean que los premios, el dinero, los miles de seguidores en las redes sociales, las publicaciones en editoriales grandes y las charlas con colas kilométricas en la feria del libro se las lleven los instapoetas, los youtubers y demás estrellas del firmamento digital. Tal vez haya incluso quienes se desanimen tanto que se den por vencidos. Pero los demás, con un poco de suerte, pronto descubrirán que su camino es otro. Y lo aceptarán de buen grado, porque en eso también consisten su vocación y su oficio. Y lo entenderán al punto de hacer carne aquel brevísimo y tan certero poema de Guillermo Boido, titulado “Sociedad de consumo”:
La poesía no se vende
porque
la poesía no se vende
© Letras Libres
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