Por Héctor M. Guyot
El kirchnerismo siempre hizo alarde de su capacidad de disociación. Lo primero que ha divorciado con éxito es la palabra de la realidad. Con el relato edificó una gran ficción en la cual buena parte del país eligió vivir mientras los hechos, y sobre todo sus propios actos de gobierno, pasaban por otro lado bastante más elemental.
Los que resultamos inmunes al efecto de ese discurso narcotizante sabemos que la coherencia no es lo suyo. En su cuarto gobierno, por pura necesidad, el kirchnerismo está tratando de llevar ese hábito disociativo a nuevas alturas, aun a riesgo de romper el encantamiento del relato y caer al suelo.
Solito, y a causa del pacto sellado con la vicepresidenta para volver al poder, el Presidente avanza por un sendero cada vez más estrecho que, de tan angosto, empieza a parecerse a un callejón sin salida. Desde los presocráticos, todo aquel que se les anime a los principios de no contradicción o de identidad está destinado a pagar los costos. "Lo que es, es, y lo que no es, no es", sentenció uno de aquellos griegos, dando nacimiento a una idea que luego sostendría el edificio de la lógica y que ahora, 2500 años después, el Gobierno pretende desbaratar. Hasta aquí, donde había negro el kirchnerismo decía blanco y así echaba un velo de palabras sobre los hechos. Ahora pretende que el verbo se haga carne y aspira a ser, a un tiempo, el blanco y el negro. Onda y partícula, como la luz. Difícil de aceptar. La pirueta, que supone ir un paso más allá de la posverdad, no le está saliendo bien.
Para el Gobierno, Venezuela es una dictadura donde se cometen las peores atrocidades y al mismo tiempo un faro que ha de guiar a la patria al venturoso socialismo del siglo XXI. Hay una flagrante contradicción entre el voto del embajador argentino en las Naciones Unidas, que avaló la condena a los crímenes de lesa humanidad del régimen de Maduro, y las expresiones de referentes del kirchnerismo duro, que apuntaron a desagraviar al dictador venezolano como si de un prócer se tratara. Esta contradicción no configura un hecho aislado, sino que es ejemplo claro de un síntoma que se extiende sobre los actos del oficialismo.
Esta semana, el Gobierno convocó a empresarios y sindicalistas a mesas sectoriales para buscar una salida de la profunda crisis económica y para obtener respaldo ante el FMI. Por otro lado, y en simultáneo, la administración avanza a la carrera en la conquista de la Justicia, Corte Suprema incluida, tras el objetivo prioritario de obtener la impunidad de la vicepresidenta en las causas de corrupción que se le siguen, que también están siendo torpedeadas. Este ataque frontal a la división de poderes y este desprecio por la ley barren con la confianza de los inversores y conspiran contra cualquier medida de recuperación que se intente, al tiempo que amenazan de muerte a la república. ¿Hay incoherencia más grande? Es como si una persona hundiera un cuchillo en tu costado mientras, con la otra mano, te extiende un cicatrizante para cerrar la herida. ¿Me quiere matar o me quiere ayudar? Si se trata de ambas cosas a la vez, estamos ante un caso de esquizofrenia. Los griegos no perdonan.
Los funcionarios del Gobierno ya la tienen difícil a la hora de insuflar convicción a la contradicción verbal, es decir, al relato. El Presidente lo intenta, pero carece de argumentos y se expresa como si no creyera en lo que dice: "¿Me pueden explicar de qué me están hablando cuando dicen que esto es un sistema de impunidad?". Cafiero asume su triste papel, pero uno quiere creer que es más inteligente de lo que indican sus esfuerzos: "Si la oposición no baja los decibeles y deja y se aleja del discurso del odio, va camino a convertirse en una ultraderecha antidemocrática y minoritaria". Otras gargantas, otros tiempos: el relato se desinfla. Con toda el agua que ha corrido bajo el puente desde las promesas de una Cristina que se quiso eterna, con el saqueo al Estado reproducido en cuadernos, expedientes y videos surrealistas, el efecto narcótico del relato quedó reducido a un núcleo de incondicionales que seguirían a su líder hasta el abismo. ¿Podrá la letra del contrato llevar al Presidente hasta ese punto?
Una mano clava el cuchillo y la otra aplica el cicatrizante. Ambas, sin embargo, responden a una sola mente que dispara órdenes desde el Senado y que sabe que el relato ya no es lo que era. Vive del miedo que su capacidad de daño puede provocar en compañeros, empresarios y sindicalistas, mientras coloniza con su ejército los estamentos del Estado para evadir la ley e instaurar una monarquía de carácter dinástico. Ese miedo, que refuerza los lazos de sumisión, impide a muchos señalar que el emperador está desnudo y favorece el clima esquizofrénico en el que ha entrado la deriva argentina. Pero seguramente es, también, un sentimiento que ella conoce. La vicepresidenta advierte que hoy la mayor parte de la sociedad distingue muy bien el blanco del negro y sale a la calle a defender lo mucho que está en juego.
© La Nación
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