Por Javier Marías |
Nada como combatir largamente a un enemigo y derrotarlo para, al cabo del tiempo —a veces décadas—, acabar imitándolo y reencarnándolo, pareciéndose demasiado a él. Lo que se llamó “Occidente” combatió con ahínco al nazismo y después, con más pausa y distancia, al sovietismo. Algunos países enteros —Polonia, Hungría, Venezuela, el Brasil— y grandes porciones de otros —los Estados Unidos, Gran Bretaña, España, la Argentina— no sólo han aprendido de los viejos enemigos, sino que han asumido sus prácticas y lecciones. En nuestro país los discípulos más aplicados son Podemos y Vox, que llevan incorporada en su seno la tendencia dictatorial. Pero esto no es para hoy.
Uno de los ejemplos más conspicuos y escandalosos de esa mímesis con el antiguo adversario lo ha dado la Academia de Hollywood, quién lo iba a suponer. En realidad todo el mundo sabe que los premios que otorga anualmente —los Óscar— no interesan, porque nada tienen que ver con el cine ni con el arte ni con la interpretación. Se coronan películas pésimas —a menudo blandengues y de cursilería insufrible, tópicas y predecibles hasta la exasperación— simplemente por sus “buenas intenciones”. Si se denuncian injusticias o discriminaciones remotas o presentes, si se retrata a colectivos o individuos maltratados, humillados u orillados por otros o por la sociedad, o bien a gente con alguna merma física, de salud o mental, el aplauso está asegurado y la cosecha de estatuillas garantizada. Que la película en cuestión sea estomagante, demagógica, barata, lacrimógena con malas artes o gratuitamente iracunda y simplista, es lo de menos. Se premiará el propósito sufriente o justiciero, nada más. A mí me parecen bien esas denuncias y considero que deben hacerse, pero para eso ya existen televisiones, prensa y redes, los problemas periodísticos no tendrían por qué invadir y colonizar las artes, que solían ir por derroteros más complejos, imaginativos y ambiguos.
Otro tanto viene ocurriendo con los actores y actrices. No se alaban sus interpretaciones, sino sus números más o menos circenses. Hace ya medio siglo —en 1968— que a un actor no memorable, Cliff Robertson, se le concedió el Óscar a mejor principal porque en Charly hizo de lo que aún se llamaba entonces “un retrasado mental”. La lista hoy sería interminable: si alguien encarna a un tartamudo, a un discapacitado, a un gay o a un transexual sin serlo, a un personaje histórico al que no se asemeja ni con los kilos de prótesis que se le ponen encima; si una actriz se planta una nariz postiza o se afea indeciblemente o se convierte en serial killer, si engorda o adelgaza brutalmente para su papel; si mujeres u hombres ofrecen una actuación histérica y pasada de rosca, aumentarán mucho sus probabilidades de alzarse con el galardón. (Lo mismo sucede con los premios británicos, los Bafta, y hasta con literarios.) Hoy sería imposible destacar a Jack Lemmon en El apartamento, valga un solo ejemplo de interpretación expresiva pero contenida y matizada, de un individuo corriente y vulgar.
Así que celebro que Hollywood se quite del todo la exigua careta y promulgue unas normas según las cuales sólo podrán optar a mejor película aquellas en las que “al menos un protagonista no sea blanco; al menos un 30% de personajes secundarios sean mujeres, minorías, LGTBIQ o discapacitados; o el tema principal trate sobre uno de estos grupos infrarrepresentados en pantalla”. A continuación, una ristra de condiciones sobre los equipos creativos y técnicos, tan pormenorizados como las Leyes de Núremberg respecto a los judíos: establecían quién lo era a medias, quién en un cuarto, quién en un octavo y cosas peores. Ahora lo tenemos claro, por escrito y con detalle: Hollywood quiere cine soviético. Da lo mismo que en la URSS se exigieran cánticos a las clases trabajadoras y oprimidas, glosas de las gestas revolucionarias y loas al régimen con su corrupta nomenklatura. Aquí las exigencias son otras, pero lo soviético y nazi es el mismo concepto de exigencia a las artes y a sus creadores, la condena de su libertad.
Lo más grave de estas normas es que atañen incluso a los contenidos. Que se condicione o se dicte lo que debemos filmar, pintar, escribir, qué temas debemos tocar y desde qué posición, es totalitarismo, no hay otra palabra. Yo no hago cine, pero sí novelas. Durante décadas los autores españoles tuvieron prohibidos por la censura franquista asuntos, posturas, términos (recuerdo que un censor le objetó a Benet “muslo” en un párrafo). No llevo 50 años publicando para que ahora los usurpadores de “la izquierda” me coarten o me impongan de nuevo lo que decido o puedo contar; qué actitud han de tener mis criaturas de ficción; si entre ellas ha de haber un 30% de intersexuales, o de negros, magrebíes, anoréxicos o gordos, no vaya a incumplir las tajantes directrices de “inclusividad” y “diversidad” y contribuir a su “infrarrepresentación”. Costó prisión y muerte que se admitiera la plena libertad creadora y artística, aquí y en otros países, para que hoy vuelvan las cortapisas dictatoriales, así se disfracen de “buenas causas”. También los nazis, los franquistas y los soviéticos estaban convencidos de la bondad de las suyas, no se crean que no.
© El País Semanal
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