Por Sergio Suppo
El Gobierno fantasea con un 17 de octubre, la fecha mágica del viejo peronismo. Supone que en menos de tres semanas ocurrirá un relanzamiento, cambiará el clima y se definirá un rumbo.
Los allegados a Alberto Fernández lo describen como el renacimiento de la imagen presidencial y el final del largo encierro (en particular en el conurbano) luego del destructor efecto económico y social de la cuarentena. Los kirchneristas esperan otra cosa: desean que Cristina imponga de una vez el sello de la radicalización y la ruptura con sus viejos enemigos como vía de recuperación.
Hay, por lo tanto, dos expectativas para un mismo supuesto punto de inflexión, un fuego que apaga a otro fuego en el mismo gobierno, y ninguna posibilidad de que un milagro político ocurra en medio de la peor recesión, una inflación en alza y los indicadores de pobreza, que ya treparon al 40,9%. Es un índice real pero incompleto; el propio Presidente reconoció que la excepcional e insostenible ayuda del Estado por la cuarentena evitó que la medición del Indec arrojara datos todavía más siniestros.
¿Hacia dónde ir en medio de semejante crisis? A Alberto, Cristina ya le anuló sus aspiraciones de negociador. No será con la oposición, sino contra la oposición que el kirchnerismo iniciará su intento de dominación.
Por ahora hay medidas sueltas que se parecen a la liquidación de una tienda en crisis destinada a recuperar fondos. Bajar las retenciones luego de que fueron subidas a principios de año. Ampliar el acuerdo con China a cambio de un canje monetario para recuperar dólares. Detonar la confianza haciendo imposible la compra de divisas. Nada consistente.
Fernández no puede negociar un acuerdo político con la oposición; es pecado en la casa que le prestaron. Y tampoco puede tomar medidas que molesten a Cristina, que cuando no interviene en asuntos claves le pone límites. Alberto no será el presidente que le gustaría ser y representa como puede al presidente que sus socios mayoritarios desearían tener. No es ni lo uno ni lo otro y, por lo tanto, tiene cada vez menos peso político.
Fernández había logrado dos avances que dispararon su popularidad en el segundo trimestre del año, aun cuando en ese momento comenzaba la brutal caída de la economía y el consecuente aumento de la pobreza. Ese presidente aparecía acompañado por dirigentes opositores y privilegió a Horacio Rodríguez Larreta en el intento de imponer la más dura privación de las libertades de circulación en democracia que registre la Argentina.
Obedientes, los ciudadanos de todos los pelajes políticos acataron esas órdenes presentadas con un tono didáctico y conciliador.
Fueron los mismos días en los que el Gobierno logró que Juntos por el Cambio, como los gremios y las empresas, sostuvieran como una prioridad nacional la renegociación de la deuda con los bonistas. El Congreso en pleno facultó casi por unanimidad un acuerdo que sacó la obligación de pagar hasta 2028.
El poder político de hoy y el del futuro inmediato ganó tiempo y se liberó de obligaciones. Pero al mismo tiempo las incongruencias y la repetición de viejas recetas fallidas multiplicaron la desconfianza.
Tanta amistad resultó intolerable para el kirchnerismo. Y Fernández terminó quebrando la relación con Rodríguez Larreta con un manotazo a los fondos porteños.
El viernes 25 de septiembre, Fernández atacó con crudeza a la Corte, que cuatro días después olvidó sus enfrentamientos internos para ponerle un freno y puntos suspensivos al intento de la vicepresidenta de castigar a los camaristas que les habían dado curso a las investigaciones en su contra y, a la vez, seleccionar a los jueces que la tienen que juzgar. En una misma operación, Cristina perdió un round en su intento de sacarse causas y evitar condenas, pero Fernández quebró su relación con la Corte y quedó obligado a reconstruirla para cuando necesite fallos importantes. O, peor, asumir el modelo K: ampliación del número de miembros para "mejorar su funcionamiento".
El Presidente asume como propios los ensayos de Cristina y detona otro fenómeno: la desconfianza. Aterrados por el presente, crece el número de argentinos que temen por el futuro.
© La Nación
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