Por Almudena Grandes |
Parece que no le importa mucho a nadie. A mí sí, porque amo Bolivia y amo a los bolivianos, habitantes de un territorio intenso, deslumbrante por su belleza, por su complejidad, por la férrea voluntad con la que los cholos del altiplano, y los llamo así con toda mi admiración y más respeto todavía, han sabido imponerse a la inclemente dureza de la tierra que habitan para prosperar en ella.
Bolivia, donde hasta hace poco el único Gobierno efectivo era la Embajada de EE UU, donde existía un sistema de apartheid equiparable al sudafricano —el vicepresidente electo no lleva ponchos de colores porque le gusten, sino porque antes de la llegada al poder de Morales, los indígenas tenían prohibida su propia ropa en los centros de las ciudades—, donde en 14 años de Gobierno, el MAS ha sacado de la pobreza extrema a más de dos millones de personas, el 20% aproximado de la población, merece mucha más atención.
Sobre todo ahora, cuando Luis Arce, candidato del MAS, ha ganado las elecciones con 26 —repito, 26— puntos de ventaja sobre el segundo candidato más votado. Esta victoria esparce sombras muy tenebrosas sobre el golpe de Estado que apartó a Evo del poder hace un año, bajo acusaciones de fraude electoral que impugnaban una ventaja más corta.
Ahora parece más claro de qué clase de fraude se trató, y quién lo cometió. Arce ha dicho que renuncia a la venganza, y se lo alabo, pero… ¿No va a pasar nada más? ¿La senadora Áñez, el presidente de la OEA, van a irse de rositas con una cordial felicitación al ganador?
La intransigente conciencia de pureza de quienes acorralaron a Morales hasta obligarle a exiliarse, ¿no se estremece ahora de asco e indignación? Por decencia, y por decoro democrático, alguien debería dar explicaciones.
© El País (España)
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