Por Manuel Vicent |
No me gustan los hombres-báscula que en cuanto te echan la vista encima te dicen que estás más gordo; en cambio, me gusta el concierto de clarinete de Mozart y el autorretrato de Durero.
No me gusta ese tipo educado quien, pese a que sabes que te odia, al verte en un restaurante se acerca a tu mesa y te dice con énfasis ¡que aproveche!; en cambio, me gusta el potaje de legumbres, la trompeta de Miles Davis y leer a Ovidio a pequeños sorbos como un oporto en estas tardes de otoño.
No me gustan las mafias horteras de la droga y de la prostitución; en cambio, me gusta recordar que Lucky Luciano decía que en cualquier negocio lo primero que hay que procurar es no ser el muerto e imaginar si pensaba lo mismo el mafioso Albert Anastasia con la cara enjabonada en una barbería de Nueva York antes de que lo balearan.
No me gusta ese colega que te despierta a las ocho de la mañana para decirte, como si fuera un favor, que en Abc ponen a parir tu última novela; en cambio, me gusta creer que todavía hay carpinteros de ribera que construyen barcos de madera para navegar a islas que no están en el mapa.
No me gustan los escritores moralistas cabreados que me recuerdan a aquellos confesores que te echaban encima el aliento con halitosis antes de perdonar tus pecados; en cambio, en las noches de insomnio, de madrugada me gusta oír tangos de Gardel, melodías de Cole Porter y de Irving Berlin que me alejen los fantasmas.
No me gustan esos jueces que emiten sentencias contradictorias que botan de forma inesperada como los balones de rugby; en cambio, me gustan los mercadillos de frutas y verduras, tomar una cerveza con aceitunas amargas en una terraza al sol para ver pasar la gente y recordar a aquellas muchachas con faldas de flores de tiempos muy lejanos. También me gusta andar por la ciudad con las manos en los bolsillos y no pensar absolutamente en nada.
© El País (España)
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