Por Guillermo Piro |
Conozco coleccionista de distinta índole, género y hasta podría decir de distinta especie.
Un amigo en París colecciona menciones en libros de cualquier
tipo a nubes; ni siquiera hacen falta descripciones: bastan las menciones. Otro en Milán lleva desde hace años un registro minucioso de las veces que se ha topado con un cascabel en un libro. Nunca pensé
que existiesen tantas menciones a cascabeles. Yo acabo de empezar mi colección de silbidos.
Al parecer Humphrey Bogart se enamoró localemente de Lauren Bacall en 1944, cuando filmaban Tener o no tener. Incluso quienes no han visto el film recuerdan ese momento cumbre de la historia del cine, cuando la Bacall le dice a Bogart que si la necesita solo tiene que silbar,
y agrega: “¿Sabes silbar, no? Juntas los labios y soplas”. Al año siguiente se casaron, y Bogart, en recuerdo de ese instante fundacional en su amor, le regaló a su flamante esposa un silbato
de oro que llevaba escrita la famosa frase y donde estaba estampada su firma. Un día, Lauren decidio probarlo: silbó y silbó pero no salio ningún sonido del silbato. Pero algo había pasado,
porque una par de perros se acercaron a ella a la carrera: Humphrey, sin saberlo, había comprado un silbato para perros, de esos que había inventado Francis Galton en 1876, que emitían una frecuencia ultrasónica
solo perceptible por los canes (y por los felinos también, pero los felinos, aunque perciben el sonido, nunca acuden). Al parecer fue un descubrimiento traumático, porque la Bacall decidió enterrar el
silbato junto con su marido, en 1957. Ambos siguen allí, juntos.
Silbido inquietante el de Daryl Hannah en Kill Bill, mientras camina por los pasillos del hospital donde Uma Thurman yace en coma. Dicho sea de paso, esa musiquita aparece por primera vez en 1968 en la película británica Nervios rotos, de los hermanos Boulting. Silban los soldados al mando de Alec Guinness la "Marcha del Coronel Bogey" cuando desfilan en Un puente sobre el río Kwai. Silba M, el vampiro de Düsseldorf, y sin saberlo ese silbido lo delata. Sabía usufructuar el silbido, tal vez mejor que ningún
otro, Ennio Morricone, como en Por unos dólares más, de Sergio Leone.
Pero yo no sé silbar. Sé silbar melodías desentonadas, pero no sé emitir esos silbidos perforadores, que hieren los oídos y son capaces de atravesar
el tiempo y el espacio, como me ocurrió escuchar el otro día, la otra noche. Volvía a casa y estaba cerrando la puerta de calle detrás de mí cuando escuché con claridad pasmosa el
silbido de mi padre. El mismo tono, el mismo poderío, la misma duración, el mismo declive. El corazón se me salía del pecho mientras volvía a abrir la puerta para ver, la reina de las taquicardias.
Pero no era él, sobre todo porque murió hace ya dieciséis años. Y sin embargo ese sonido perforador, esa draga acústica, ese tenedor de tres puntas invisible que había atravesado la
distancia que me separaba de ese sujeto que no conseguí ver me trajo el recuerdo del hombre que solía llamar a todo lo lejano con un silbido que algún film debería eternizar algún día.
Sería capaz de filmar una película solo para eso.
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