Por Javier Marías |
En estos últimos casos les conviene mostrar su furia contra otros para así procurarse coartada y desviar la atención de sí mismos. El truco
es viejísimo y simple, pero continúa funcionando. El mensaje que lanzan es este: “¿Cómo voy a ser yo corrupto o ladrón si me encolerizo —ya lo ven— con los que lo son o parece
que lo son?” Huelga decir que estos vociferantes nunca aguardan a que algo esté probado, ni conocen la presunción de inocencia. No es raro que anden a la caza de chivos expiatorios para no convertirse ellos
en tales. En España esto ha sucedido siempre: al término de la Guerra Civil, no pocos de los entusiastas de Franco habían sido republicanos activos (no muy significados, eso sí) hasta tres días
antes de la derrota de su causa. A partir de ese momento se emplearon en perseguir con saña a los que eran como ellos y no se habían cambiado de bando de la noche a la mañana.
Hoy suceden aquí muchos hechos condenables, pero no cualquiera está en condiciones de denunciarlos. Este verano ha habido un gran despliegue (este diario, sin ir más
lejos, ha dedicado varias páginas y un editorial al asunto) sobre los escraches o acosos sufridos por los miembros del Gobierno Iglesias y Montero y su familia. Al parecer hay un grupo de cenutrios empeñado en
hacerles la vida incomodísima, y su actuación es aún más miserable si se considera que dichos ministros viven con tres hijos pequeños. Nadie debería ser hostigado de esa manera, nadie.
Pero esos ministros son los menos indicados para proclamarse mártires de tan abominables concentraciones. Se puede decir que Iglesias fue uno de los inventores de los acosos personales en nuestro país. Ya en
2008, no siendo un mero estudiante, sino profesor de la Complutense, alentó a que a Rosa Díez se le impidiera hablar en esa Universidad, y participó en las hostilidades. Su partido no fue ajeno a los escraches
que padecieron Cristina Cifuentes, Soraya Sáenz de Santamaría y Begoña Villacís entre otros políticos “fachas” para él. En Youtube están las imágenes del
tercero: a Villacís, muy embarazada, la persigue y la insulta de cerca (no con la separación de un muro, metros de terreno y centinelas de la Guardia Civil) una turba de energúmenos (y energúmenas).
La escena da algo de miedo. Para Iglesias, Montero, Echenique o Errejón, sin embargo, aquellos acorralamientos fueron buena cosa: “jarabe democrático”, “libertad de expresión”,
dignos de aplauso. Ahora, lo que el Vicepresidente y la Ministra sufren es intolerable,es distinto,es “por motivos ideológicos” —¿no lo eran en los mencionados casos?—, un “calvario”
según expresión de periodistas de EL PAÍS. Todo el mundo, creo yo, habría dado la razón a Montero e Iglesias si hubieran declarado algo como esto: “En su día nos equivocamos.
A nadie debe perseguirlo una muchedumbre agresiva por la calle ni en su casa, ni a nosotros ni a los que en su momento lo fueron por Podemos o por la PAH”. Pero no ha sido así. Insisten en la bondad de aquellos
escraches y en la maldad del “acoso” a ellos.
El Rey Juan Carlos está siendo un buen chivo expiatorio. Sin duda las informaciones relativas a sus finanzas pintan feas y muy mal. No seré yo, sin embargo, quien eche
leña a ese fuego, sólo sea porque recuerdo la esperanza que supuso —esperanza cumplida— para este ingrato y desdichado país. Por eso me extraña que otros columnistas mayores que yo se
ceben con su figura al primer indicio. Uno de ellos aventó alegremente lo dicho por la choni centroeuropea que le ha buscado la ruina: a saber, que el Rey emérito tenía una máquina de contar billetes,
algo inverosímil salvo para el Tío Gilito de Disney, y que la tenía en la piscina, según el autor para ver brincar el dinero tomando el sol. Ese columnista es un buen escritor que ha ganado varios
premios (con mérito, seguro) del mismo grupo editorial, de mucho dinero algunos, y con fama de estar pactados, por no decir amañados. A él le parecerá seguramente una nadería y se sentirá
con todo el derecho del mundo a criticar las corrupciones ajenas. Esos premios los han ganado grandes autores que los merecían y excelentes amigos míos, y nunca se me ocurriría reprochárselo, cada
cual tiene sus necesidades y se trataría de algo menor. Pero no creo que ningún ganador de esos premios esté muy autorizado a denunciar prácticas dudosas. Si la fama de esos galardones es cierta
(y quizá por algo renunció a ser jurado en su día el admirable Juan Marsé, que también ganó), esos autores se habrían prestado —sabiéndolo o intuyéndolo—
a una pequeña estafa a los centenares de originales que aspiraron a ellos con ingenuidad, creyendo que tenían oportunidad de alzarse con el triunfo. No sé. En este país acusa alegremente todo dios,
cuando serían pocos los ángeles facultados para señalar con el dedo y levantar la voz.
© El País Semanal
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