Por Pablo Mendelevich |
En la Argentina el escepticismo, primo hermano de la desesperanza, sería un sentimiento abundante. Pero acá es intrauterino: como país, al menos, no hay de donde irse, no tenemos con quién romper (con Estados Unidos el fervor antimperialista oscila entre relaciones carnales y alicates
bravíos, tampoco hay Brexit ni nada parecido que valga). Ni existe una alianza regional determinante que lleve a los argentinos a ser o no ser escépticos, quizás porque en casa sobra material para eso.
El sentido de pertenencia al escarpado Mercosur casi nunca se lo vibra como algo medular en la vida cotidiana, si bien allí anida la Brasildependencia de la economía argentina, mientras la política simula
una integración exitosa con 43 diputados entusiastas dispuestos a celebrar la vida vegetativa del Parlasur.
Es palpable que una buena parte de los argentinos duda del futuro nacional -de eso se trata el escepticismo, de la incredulidad, la falta de confianza-, pero el carácter carente
de alternativa, inorgánico, deshilachado del concepto, explica, junto con una sonoridad menos amable que la del prefijo euro, por qué no se expandió entre nosotros este neologismo compuesto, argenescépticos. No es porque no los haya o porque su número no merezca atención.
En la génesis fueron mentores del subjuntivo frustrado "que se vayan todos". Si hubiera que definirlos, los argenescépticos tal vez serían los miles de almas (¿millones?) enlistadas en las antípodas de "Argentina,
país condenado al éxito", frase del profeta más optimista que hay en plaza, quien hace poco anticipó un golpe de estado, anarquía y otras penurias
apocalípticas, como la supresión de las elecciones de 2021. Prueba de la inestabilidad en boga, al día siguiente empezó volando por los aires el pronóstico agorero, dinamitado por el propio
autor, que se autodiagnosticó un flash psicótico de raíz cuarenténica. Para esto el pronóstico ya había impactado en el medio de la laguna; la estela no se canceló y sus ecos
se perpetúan.
Que no haya adónde escaparse como país, salvo a un aislamiento de pretensiones autosuficientes contra el que la Argentina estaría inmunizada, paradójicamente,
gracias al endeudamiento al que se quiere honrar, no significa que no haya evacuaciones posibles, fugas individuales para los nativos. Nada que no sepan los miles de argentinos mudados a Uruguay en los últimos meses. Entre los jóvenes, sin embargo, la pandemia, que para algo es pandemia y no epidemia, al parecer
enfrió o postergó emigraciones a Europa o, quién sabe, a Oceanía.
Seguramente unos y otros, los millones que se quedan y las minorías que se van, que piensan en irse, que se irían si pudieran o que dicen que se irían si pudieran,
se hacen preguntas retóricas parecidas. ¿Con qué soñar? ¿Con qué Argentina soñar? ¿Cuál es el proyecto de país que hoy convoca a motivar el esfuerzo colectivo? ¿Cómo se sale de esta crisis honda, hondísima, que se montó sobre la crisis precedente cuando nadie, ningún dirigente, ni oficialista ni opositor, está mostrando la orilla
a la que se quiere ir y, mucho menos, está hablando de cuándo llegar?
Es cierto, la pandemia funciona como aguafiestas, es un túnel oscuro que multiplica la incertidumbre, acá, en el Reino Unido, en Irán, Sudáfrica, México
o Japón y si es por la economía mundial, en todo el planeta. Pero la crisis multifacética argentina, mucho más que sanitaria y económica, tal vez tampoco se resolvería si Alberto Fernández se revelara de golpe como un émulo de Roosevelt, impusiera su autoridad por sobre la de la vicepresidenta y acertara con una batería
de medidas en teoría ideales.
Seguiría faltando lo principal: sustituir el desarticulado ambiente político de la confrontación y de la inmediatez por
un horizonte claro, compartido. Reemplazar el enredo fangoso de cuarentena y anticuarentena por una mirada elevada, con cierta conmiseración basada en la evidencia de que la lucha
contra el coronavirus es incompatible con la gloria. La conversión de un país a la deriva en algún derrotero plausible. El maremágnum de remedios contradictorios para resolver los mismos problemas
de siempre sin que ninguno se termine de resolver en un futuro delineado mediante acuerdos en cuatro o cinco temas fundamentales.
Claro, para hacer los acuerdos se requerirían partidos, organicidad, garantes, diálogos honestos en los que se empiece por respetar al interlocutor, sistema, perseverancia,
paciencia: nada que haya. Ni que esté a la vuelta de la esquina.
No se necesita entender mucho de política para darse cuenta de que las cosas que se discuten hoy en el centro del escenario, como el corrimiento de jueces para consagrar impunidades,
la manera de hacer las sesiones parlamentarias para que una eventual votación ajustada de la reforma judicial no termine en escándalo, la discusión a cielo abierto en la coalición gobernante sobre
si debe o no respetarse la propiedad privada, la visión robinhoodesca de que es legítimo saquear a los ricos porque ellos saquearon antes a otros, hablan de un sistema muy averiado. Todas ellas (y otras más) implican falta de presupuestos básicos y llevan la
desconfianza en la base. Por eso, tal vez, reciclan el escepticismo, gane quien gane cada round.
Es que la democracia no es una pelea de boxeo sino un sistema para procesar los conflictos inherentes a la diversidad, donde el gobierno tiene la responsabilidad de gobernar y la
oposición, la de ofrecer mejores soluciones en nombre de las minorías, controlar a los gobernantes y postularse para sucederlos. En modo confrontativo, ya se sabe, el adversario es el enemigo, y al gobierno solo
le queda imponer sus verdades mesiánicas, incluso si son precarias o de probada ineficacia. La sensación de que esa dinámica persiste, que no puede ser corregida, es lo que reproduce, muchas veces en corrosivo silencio, los argenescépticos.
© La Nación
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