Por Isabel Coixet |
Las personas con esquizofrenia oyen voces que les dicen lo
que deben hacer o reaccionan ante las informaciones que esas voces les procuran. Los que no somos esquizofrénicos todavía tenemos un cierto control sobre esas voces y, sin embargo, ahí están, sacando
generalmente lo peor de nosotros mismos, casi nunca lo mejor, si es que lo tenemos. Y sin embargo, a pesar del ruido, a pesar del caos, a pesar del barullo infernal, debo decir que los prefiero al silencio zen que se consigue
con la meditación, que por otro lado me parece salutífera: soy consciente de que hay que darle tregua al hipocampo, de que hay que parar a ratos esa catarata de grillos de la cabeza si no queremos que estalle.
Me gusta el silencio para pensar en mis cosas con una cierta calma, no me gusta el silencio lleno de silencio de la meditación porque es un silencio que me hace pensar en la muerte:
ya dormiré cuando esté muerto, decía Fassbinder. Ya meditaré cuando muera, digo con una voz flojita en mi cabeza después de que consigo meditar un rato, que a veces hasta lo consigo. Admiro
a los que lo consiguen con facilidad, a los que son capaces de en un plis plas vaciarse de ruido y regodearse en el silencio y estar simplemente. Estar sin sentir, sin juzgar, sin estar ansiosos, sin sufrir. Debe de ser muy
gozoso. Debe de ser la caña. Mientras tanto, escucho el Viaje de invierno, de Schubert, que es mi equivalente al aire acondicionado portátil cuando aprieta el calor: me hace sentir frío, aunque esté sudando. Me hace pensar en caminos brumosos, lluvia helada, copos
de nieve cristalizados, humedad. Me hace ir en un vagón de tren desangelado y vacío mientras un paisaje blanco, sólo roto por algún arbusto negro, se despliega en las ventanillas. Y el humo gris
de la locomotora se mezcla con la nieve que cae, ajena a todo, en silencio. No hay nada tan silencioso como la nieve. Seguramente Schubert no escribió esa pieza con la intención de refrescarme el verano y evitar
que se me fría el cerebro. Yo se lo agradezco igual.
En Las voces del silencio, quizás su mejor libro, André Malraux escribió: «Cada uno de nosotros
ignora el color del iris de casi todos sus amigos, el ojo es mirada: sólo es un ojo para el pintor o el oculista». Hay personas que ni siquiera conocen el color del iris de su propio ojo. Yo, sin ir más
lejos; a veces se me olvida.
© XLSemanal
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