Por Julio Rajneri
En 1936, el presidente demócrata Franklin Delano Roosevelt obtuvo su reelección con el 61 por ciento de los votos. Su popularidad se basaba en el éxito con que los Estados Unidos había enfrentado la peor crisis económica de su historia.
El denominado New Deal fue implementado en un conjunto de leyes que, en más de una oportunidad, habían sido declaradas inconstitucionales por la Suprema Corte, cuyos integrantes
eran percibidos como conservadores rígidos. El largo predominio de los republicanos, que se extendió desde la Guerra de Secesión hasta la Gran Depresión, aseguraba una alta proporción de
magistrados de esa tendencia en los tribunales federales.
Roosevelt cuestionaba el derecho de la Corte a pronunciarse sobre la constitucionalidad de las leyes, asumiendo que tal facultad no estaba entre las atribuciones originales otorgadas
por la Constitución, sino que provenían de un fallo de ese cuerpo de 1803 (Marbury vs Madison) y que, de hecho, en el período 1932-1936 de su mandato anterior, la Corte no había actuado como un
poder judicial sino como un poder legislativo.
Su propuesta, fundada en la legitimidad del mandato popular que había recibido, consistía en limitar por la edad el mandato de los jueces y proponía incorporar 50
jueces federales nuevos, seis de ellos para ampliar el número de integrantes de la Corte.
El Partido Demócrata tenía mayoría en ambas cámaras, aunque la resistencia de la Cámara Baja a tratar el proyecto instó a Roosevelt a enviarlo
al Senado. El cuerpo lo derivó a la Comisión de Asuntos Judiciales, y esta comisión, luego de intensas consultas en un ambiente de efervescencia pública inusitada, recomendó rechazar la iniciativa
considerando que “era un abandono innecesario, vano y peligroso del principio constitucional”. El plenario del cuerpo lo rechazó por una abrumadora mayoría de 70 contra 20.
Desde entonces hasta la actualidad, el fallo dejó en claro la independencia del Poder Judicial y, lo que es igualmente importante, la independencia del Congreso. La mayoría
del partido demócrata votó contra la iniciativa de su presidente.
En la Argentina, un nuevo intento de modificar la composición del máximo tribunal judicial y de la Justicia penal, ha despertado la indignación y la desconfianza
de un amplio sector de ciudadanos.
Tienen buenas razones para ello.
Todos los intentos de subordinar la Justicia al poder político han provenido del peronismo.
En 1946, la mayoría peronista en el Congreso logró la destitución de cuatro de los cinco miembros de la Corte, basándose en diversas causas, la más
increíble de las cuales era que el cuerpo había convalidado la legitimidad de los gobiernos militares de 1930 y 1943. Como es notorio, Perón había participado de ambos golpes de Estado.
En 1949 la convención reformadora de la Constitución declaró en comisión a todos los jueces de la República. La mayoría fueron destituidos y
reemplazados por militantes adictos.
Casi 50 años después, otra vez un gobierno peronista se enfrentó con una Corte que, presumía, no le era adicta. Apenas tres meses después de asumir
el cargo, Carlos Menem envió un proyecto al Congreso para ampliar de cinco a nueve el número de integrantes del cuerpo, fundado en el precedente que invocó Roosevelt en 1936: el exceso de trabajo que debía
afrontar el organismo. El proyecto fue aprobado en forma rápida por ambas cámaras y Menem pudo disponer de una mayoría automática en la Corte, incluida la presidencia, que le fue otorgada a un antiguo
socio de su estudio jurídico en La Rioja.
Posteriormente esa Corte se vio enfrentada con Eduardo Duhalde a raíz de un fallo a favor de los ahorristas afectados por la indisponibilidad de los depósitos bancarios.
El papel de la Justicia y su relación con el poder político habría de desencadenar un nuevo motivo de alarma durante el gobierno de Cristina Kirchner, en su ofensiva
para disciplinar el funcionamiento de jueces y fiscales. Éstos ya representaban un riesgo, debido a su investigación de la conducta delictiva de ciertos funcionarios, incluida la misma presidenta y su difunto
marido. La Corte finalmente decretó la inconstitucionalidad de la ley sancionada.
La ofensiva se ha reanudado, pero ahora el intento tiene características que lo hacen especialmente temible. Proviene de un gobierno cuya principal referente es una persona procesada
como jefa de una asociación ilícita y cuyo interés por sus propias causas no requiere mayor explicación. Y en la comisión destinada a asesorar sobre el aumento de jueces en la Corte sobresale
el abogado defensor de la misma vicepresidente.
Si los gestos tienen valor simbólico, esa innecesaria presencia no es solamente una provocación a quienes defienden una justicia independiente. Es también un mensaje
de que requerirá en su momento una sumisión humillante de sus propios parlamentarios para demostrar los límites extremos a que debe llegar su solidaridad.
© Diario Río Negro
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